jueves, 17 de julio de 2008

31- Casi una reseña


Delante de la enorme cristalera rectangular, con las manos enlazadas en las espalda, observo a todos los viandantes del patio de aquel cubículo de cemento y me imagino que soy una gran empresaria, con su chaqueta y su corbata- si me imagino empresaria inmediatamente me asigno un traje de chaqueta y una corbata fina, de esas que llevan algunos amanerados y estilosos dependientes de Zara, no lo puedo evitar- que observa impertérrita en una película yanki como se mueven sus empleados, siempre ocupados, siempre cargados de papeles en carteras elegantes, por sus dependencias, en una reformulación de Escarlata O’Hara para la edad moderna.

Pienso entonces en el libro que descansa sobre la cama, esperándome, a falta de cinco páginas para el final, y que yo observo ahora, de espaldas a la cristalera y a mi ejército de hormigas, sin ninguna ansiedad por abalanzarme sobre él y devorarlo, como sería deseable, como esperaba, desde luego, después de oirte hablar sobre él con esa cadencia tan tuya que nos hace bailar en el aire como serpientes. Tu libro nunca podrá ser mejor que oirte hablando sobre él, dije, y lo sigo pensando, 120 páginas mediante. Es fácilmente constatable si pensamos que lo más revelador de todo el libro, lo que me ronda la cabeza una y otra vez es tu voz repitiendo la palabra súperman, esdrújula y claramente extranjera en tus labios, frente al supermán que yo habría leído si hubiera accedido al libro por mis ojos y no por tu voz. Seguramente me habría gustado más, ese libro pequeño, plagado de buenas ideas, de giros perfectos, de frases, como siempre, tan pulidas que casi es demasiado, pero que resultan perfectamente complejas e inquietantes, tal y como vos las quisieras, a imagen y semejanza.

Lo más curioso es que el traje de supermán de tu pequeño devorador de panfletos montoneros no está acentuado.

125 páginas no pueden dar para tanto, pensé, mientras te observaba canoso, sentado detrás de la mesa, disfrutando de tu circunloquio más que ninguno de los presentes. Y sin embargo existen estrategias, los vacíos del texto que en tu libro son tal cual, y se explicitan mediante corchetes y tres puntos, una elipsis que te deja buscando un anexo, una cita textual, un referente. La voluntad de demostrar que tienes secretos.

Regreso a la silla y abro el libro sin esfuerzo – no creo en la disciplina lectora, probablemente por mi incapacidad total para la disciplina, en general- afrontando las últimas páginas por el mero placer distraído de la lectura, de las palabras perfectamente pensadas, modeladas, en el sitio justo y el lugar correcto para convertirse en un orcuro entramado de arboles o muros con verdín. Artesanía. Todo se precipita de pronto en un giro que resuelve, que le explica al pequeño lector revolucionario que nunca podrá ser más que un mero espectador, y eso me tranquiliza. Vuelvo la vista hacia la ventana y miro de nuevo a mis pequeños empleados, que andan apresurados por los caminos dibujados para ello entre las plantas, y me parezco un poco al niño que apoyas en la vidriera de la confitería. Pienso entonces en los ceniceros, los zapatos y zaragoza. Pienso en súperman y en supermán y me siento un poco más cerca de tu texto. No del personaje, al que ahora debería empezar a añorar con una angustia casi desolada, como habría sido deseable, como habría esperado, desde luego, después de oirte hablar sobre él, con esa cadencia tan tuya que nos hace bailar en el aire como serpientes.

(Para To, porque te imaginé todo el tiempo, rubio y loco, buceando en la pileta para tocar el fondo rugoso con los dedos.)

martes, 8 de julio de 2008

30. Piratas

-Piratas- repetiste, mientras me clavabas tu mirada nerviosa y te mantenías aferrado a la cuchara sumergida en la crema color mascarilla, como tomando tierra.
No me había quedado como la del libro. Y eso que hasta la había ensayado, aquella noche que vino a cenar Marina, y me había quedado tan buena, pero ahora mira, sólo servía para que tú anclaras dentro el firme propósito de repetir la misma palabra hasta que yo reaccionara.

Yo ya te había oído la primera vez, por supuesto. Y también Quique, que ya había tirado la cuchara dentro del plato, salpicando de puntitos verdes todo el mantel, y corría alrededor de tu silla exitado, tirándote de las mangas

- ¿Piratas? ¿Y cómo son, Papá? ¿cómo son?

Musité tímidamente el nombre de mi hijo, alargando levemente la última e, para que notara mi impaciencia, mientras me deleitaba en el frufru que hacían mis medias al acariciar mis piernas la una con la otra con un acompasado movimiento de tobillos.

- ¿No me dices nada? - insististe, sin soltar la cuchara ni desviar la vista.

Otra vez habías envejecido.
Habías vuelto con la piel morena y ajada, cada vez más ajada, y me habías encontrado más vieja, a pesar de mis maquillajes, de mis cremas, de mis medias que sólo salían del armario de seis en seis meses.
Me había acostumbrado a la ausencia, sinceramente debo decir que incluso me gustaba preparar tu regreso, escribirte cartas, como una adolescente, inventarme un padre para Quique que eras tú, eras en todo tú, pero eras mejor que tú porque durante seis meses al año sólo podías equivocarte la mitad de las veces.
Sin embargo, cada vez que cruzabas la puerta, cargado y exhausto, podía ver el paso del tiempo en tu cara. Si hubiera podido pedirte que renunciaras, lo habría hecho solamente para poder envejecer tranquila, en la silenciosa conformidad del paso de los días, sin darme cuenta, sin verte descubrir las marcas del tiempo en mi cuerpo, a medida que avanzabas sobre él, como los baches de una carretera desconocida.

- ¿Y llevan parches? ¿banderas negras?… Papá ¿tienen espadas?
Había perdido el miedo. El miedo a lo que podía pasarte, a que un día no quisieras regresar, o no pudiéramos reconocernos. Perder el miedo no siempre es buena señal. Por eso, mientras me contabas todos los detalles de los piratas somalíes, tranquilizándome -no va a pasar nada, imagínate lo que sería, un conflicto internacional…- llené la cuchara de mascarilla de pepino y me la metí en la boca, sin responder. Estaba asquerosa.

Aquella mañana de la mitad del año que iba en chándal cogí el teléfono sabiendo que eras tú. Con las piernas temblorosas hice cola en la primera ventanilla de información a la que se me ocurrió acudir. El funcionario abrió mucho los ojos antes de preguntar.

- ¿Piratas?

Si hubiera podido me habría tirado de la manga.

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