lunes, 26 de noviembre de 2007

8- Dónde

(Dónde fue que te perdiste)

Alfredo. Repito tu nombre como una oración, como un sortilegio, mientras mi cabeza se mueve sola de un lado a otro, de delante hacia atrás, víctima de su propio peso, hasta que se precipita irremediablemente sobre la taza de porcelana, afortunadamente limpia, afortunadamente blanca.

Hay unos sonidos sordos y rítimicos atornillándose en mi cabeza. Puedo ver claramente lo que ha pasado, aunque no sé si ha pasado en realidad, y cualquiera diría que no ha pasado nada.

Es preciso que alguien conozca la historia desde hace más de 10 minutos, de tres días, de dos meses, para que sea capaz de apreciar la trascendencia de algunos silencios.

Alfredo. Repito mi nombre como una oración, como un sortilegio.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

7- Paranóica


Una legión de viandantes, armados con paraguas,
me persigue por Madrid para sacarme un ojo.


6- La despedida (2ª Parte)


La calle se desperezaba lentamente, la tiendita de comidas levantaba la reja y los carniceros salían de la cafetería ya con el delantal puesto, el delantal, con aquellas marcas de sangre perennes, que llevaban con tanta naturalidad, pero que tan antinatural resultaba fuera de los límites de su negocio. Lo miró todo con cierta nostalgia, el parque, los bancos de piedra, y sobre todo el callejón que se doblaba sobre sí mismo, esperando, quién sabe, una sorpresa de última hora. Aunque se empeñaba en negarlo, aunque se había encargado de tranquilizar a sus amigos y advertir, absurdo y apocalíptico, a sus enemigos, que volvería, algo en su propia manera de ver las cosas esa mañana le recordaba que el viaje era definitivo. Ella fue la primera y única persona que apareció en el callejón, como si naciera de él, como si hubiera estado agazapada esperando para sorprenderle.

Caminaba despacio, pero decidida, y lo primero que él vio fueron sus zapatos brillantes color granate, que en la distancia le parecieron negros. Era una chica alta, delgada, mayor de lo que aparentaba, y vestía una falda corta con algo de vuelo, que parecía un tutú, y unas medias negras y tupidas. Llevaba, puesta también, la cara de frío, a pesar del abrigo verde que se inflaba sobre su torso. Cuando llegó al banco de piedra del parque, desplegó un periódico, que parecía haber esperado en su bolso una misión desesperada como aquella, y se sentó sobre él sin miramientos.
Estaba de punta en blanco, fresca, como recién duchada. Parecería que acababa de levantarse, desayunar y arreglarse para ir a sentarse en ese banco, si no fuera por la carrera casi imperceptible que le hacía la media en el tobillo. La miró a los ojos y supo que la conocía, y, aunque no habría podido asegurar que ella estuviera ahí por él, pensó que tal vez él si estaba ahí por ella, y se acomodó sobre su pared mojada para disfrutar de su último regalo.

Sus piernas, hoy negras y de algodón, se cruzaban bajo el tutú y dejaban a sus manos blanquísimas todo el protagonismo. Miraba despistada el tacón medio despegado de su zapato granate, y parecía estar esperando una foto, o un retrato, tan inmersa en sus pensamientos, moviendo el tobillo y observando el tacón. Es un Degás, pensó él, que de pronto la imaginó de rosa, atándose las bailarinas, doblando como una rama su cuerpo finísimo, no el de ahora, sino el que tenía entonces, aquel que la hacía parecer una niña, a sus 25 años. Era ya tarde para ir a darle un abrazo, cuánto tiempo. Era tarde para que ella se hiciera la sorprendida. Ya ambos se habían observado despacio, ella de hito en hito mientras acariaba el tacón roto. Él, como si asistiera a un pase privado de cine veraniego. Ya se habían reconocido sin sorpresa, como quién descubre algo que siempre estuvo ahí, y aunque no podían saber quién era el otro, después de tantos años, el pasado les otorgó el don de la perspectiva. Él pensó que era una pena lo del baile, pero que las curvas que adivinaba bajo el abrigo verde habían hecho su belleza tridimensional. Luego se vio a sí mismo como ella lo vería en ese momento, adhiríendose lentamente a la pared, y sintió pena y alivio por no poder explicárselo.

El camión de la pescadería interrumpió el encuentro silencioso. Un perro se lanzó a saludarlos aprovechando que su dueño andaba medio dormido, unos metros más atrás. Ella se sintió violenta, allí sentada, observando a aquel hombre que no parecía de fiar, mientras la gente pasaba entre los escasos tres metros que les separaban. Así que se levantó, lo miró de nuevo, con una media sonrisa, y remontó la calle, como los peces, pasándole muy cerca. Él, empapado hasta los huesos, se despegó con cuidado, y se escurrió, calle abajo, por última vez.

martes, 20 de noviembre de 2007

5- La despedida (1ª parte)

Respiró hondo y los pulmones se le llenaron de agua

Había llovido toda la noche y las hojas se pegaban al asfalto simulando papel pintado. Mirando desde un balcón se podían apreciar todas las tonalidades de marrones y verdes sobre el alquitrán. Si pintáramos esas hojas sobre el asfalto y pudiéramos pisarlas cada día, los inviernos deprimirían a menos gente. Como aquella vez que alguien pintó pescados de colores en la calle en la que vivíamos, un montón de peces de colores que remontaban la cuesta. Sólo fueron unas horas, a la mañana siguiente la eficiencia municipal lo había dejado todo en orden, pero durante esa noche todos nos bañamos en pleno invierno, en el centro de Madrid. Sobre todo tú, con tus ojos de agua, entre los pescados de colores.

Pero esa ya es otra historia.

Hoy el suelo estaba pintado de hojas de otoño, verdes y marrones, y cuando pasaban las chicas de los tacones de aguja haciendo equilibrio sobre los adoquines se las llevaban pinchadas en los zapatos.

Claro que eso él no lo vió, porque en su barrio no había árboles.

Pero sí se llenó los pulmones de agua cuando salió del portal, casi arrastrando su mochila de acampada. Miró a su alrededor, la calle empezaba a dejar de estar desierta y las paredes antiguas supuraban agua a través de la pintura. Subió unos metros, con dificultad, como si le pesaran los cuatro trapos que llevaba a cuestas, y se detuvo frente a una de las calles que salían desde la suya hacia la derecha. Lo que más le gustaba de su barrio era que las calles serpenteaban, haciendo que fuera imposible ver el otro lado desde uno de los extremos. Eso, aunque sin árboles, le confería cierto aire de bosque misterioso. Se colocó delante del callejón y apoyó lentamente la espalda sobre la pared mojada. Primero los hombros, y luego, poco a poco, el resto, mientras notaba como su abrigo se mojaba y se adhería a la pared. Dejó la mochila en el suelo sabiendo que también iba a mojarse pero no sin pararse a pensar, un segundo, si corría peligro su único libro, que visualizó en la parte alta, entre las camisetas, a salvo. Encendió un cigarro y pensó que se quedaría allí, estampándose en la pared, como el papel pintado y las hojas verdes y marrones que no podía ver en su barrio de callejones serpenteantes, hasta que el agua atravesara el abrigo y el pulóver y le mojara la espalda. Entonces, calado hasta los huesos, sabría que había llegado el momento de marcharse.
(Continuará)

lunes, 19 de noviembre de 2007

4- La mía más

Descalificó rápidamente a todos esos tan peludos que engordan sobre cojines de terciopelo, con pelajes de colores imposibles, con cara de rancio abolengo y ropa de persona. Consideró, no obstante, a esas pequeñas bolitas de pelo amarillas como aquel que un día conoció en la sala de espera del veterinario, y aquel, que no conocía pero que le habían dicho que era de algodón rosa, como el de las ferias. Dió un largo vistazo a todos los gatos porteños que había conocido, los que se le acercaban, confianzudos, en los bancos del botánico, los que vivían alimentados por los vecinos en el glamuroso barrio en el que se hospedaba, los que cuando caía la noche tomaban las estatuas y los parques, las marquesinas, los volados de los edificios, las escaleras del subte cerrado, y se quedaban quietos, observándote pasar, organizados, en un secreto homenaje a hitchcock. Valoró también los de patalavaca, que hablaban aleman, y los gatos romanos, que no conocía pero sabía que dormían entre las ruinas, soberanos, y que tenían largos pelos en las orejas, como los linces. Hasta ahí no hubo duda, pero tuvo sus vacilaciones al recordar los gatos amigos, y aquella gris y blanca tan linda que tuvo de chica, y que fue la primera. A esas alturas, los participantes ya campaban a sus anchas por la casa (ya que, al ser domingo, la pereza le impidió buscar otro escenario) colgándose de las cortinas, arañando los sillones, y meando el parqué. Cuando vió entrar la pantera por la ventana del baño no le quedó otro remedio que abandonar su duermevela, despertar a la negra, que ronroneaba sobre su tripa, y llevársela, colgando de su brazo como un gato de trapo, feliz e ignorante de su premio internacional.

viernes, 16 de noviembre de 2007

3- Sorpresas matutinas

Alguien anda
por aquí

http://blogs.ya.com/lomejordeloslibros/200711.htm#278

y por aquí

http://hermanocerdo.anarchyweb.org/index.php/category/blog/

Alguien,levántate y anda
(leluyaleluya)

2- Entre las piernas

Elegir el metro como medio de transporte a hora punta supone no pensar demasiado. Supone bajar al andén medio dormido, cargado con el abrigo y con el bolso, y meterte en un vagón dónde, objetivamente, no cabes (una, dos, tres, padentro). Y una vez dentro aún es peor, la gente, que objetivamente no cabe, sigue entrando, acercándote cada vez más al resto de la gente, aplastándote contra el cristal de la puerta de enfrente. Alguien se sube y me agarra de la cintura, es su única esperanza de mantenerse dentro; no pasa nada, hace tiempo que renuncié a mi espacio vital. Y siguen entrando, algunos incluso se mueven (cintura y hombros) de un lado para otro, para hacerse un hueco entre los cuerpos, como cuando te cuelas dentro de una cama con las sábanas y las mantas prensadas al colchón. Pero luego, tirso de molina, sol, gran vía, tribunal, la gente va desertando poco a poco. Sólo quedamos los que seguimos la excursión hasta Plaza de Castilla (qué buenas son las monjas del colegio). Allí, con nuestra ropa de domingo, nos entrenemos cada cual como podemos, mirando al de enfrente, leyendo por encima del hombro el períodico gratuito del de al lado, acechando a ver quien será el próximo en levantarse de su asiento para correr a por él.
Todos, sentados o de pie, mantenemos las piernas entreabiertas y el pequeño paquete bien sujeto con los tobillos.
Lo más socorrido es la bolsa de cartón, aunque también los hay con tarteras de diseño o mochilas de propaganda. Yo me acuerdo del recreo, y de la talega rosa y blanca, aquella de la cintita que ponía "mi merienda", dónde llevabábamos el sanwich de nocilla, cuando tocaba, y si no de chorizo, o jamón y queso. Pero, ah, cuando tocaba nocilla.
También yo llevo mi almuerzo correspondiente, bien colocado en la bolsa del zara, y también, como el resto de mis compañeros de viaje, disfruto de la pequeña diversión que consiste en espiar las bolsas de los vecinos: taperwares de tortilla, bocadillos envueltos en platina, ensaladas prefabricadas, barritas de biomanán. También a mi me espían, también los demás husmean entre mis piernas, buscando algo para pasar el rato, y ya vamos por Tetuán.
Hoy llevo petisuí fresa-plátano. Soy la envidia del recreo.

jueves, 15 de noviembre de 2007

1- ...tan gratos para conversar

Ahora que la nostalgia apremia, que el verano se dió por vencido y madrid se cae a cachos sobre las aceras, que todas las mañanas tirso de molina, sol, gran vía, tribunal (bilbao, iglesia, rios rosas, cuatro caminos, alvarado, estrecho, tetuán, valdeacederas, y por fin plaza de castilla). Ahora que peleo en el metro por un asiento con los ojos entrecerrados, que llego al barrio de los hombres grises pero no soy momo, y hay también mujeres grises, y hasta yo resulto un poco gris de camino a mi oficina blanquísima. Ahora que las ilusiones se agolpan aporreando las ventanas y les abro la puerta (están hartas de esperar) y las recibo y las invito a un café, y discutimos durante horas los pormenores. Entonces regreso con una sonrisa a pesar de que es de noche y hace frio, a pesar de que no llueve nunca, a pesar de que no huele a mar. A pesar de que, ahora, mi imagen de la felicidad es, entre otras, sentarme en un bar a alegar (me reservo los detalles) cualquier noche de martes o miércoles, o jueves, sin el apremiante peso de la tarjeta de embarque en el bolsillo. Ahora, que me apetece, voy a intentar este blog (de notas)

Datos personales