lunes, 9 de marzo de 2009

El libro rojo

Derramó su mirada por entre los libros del primer puesto, que era el último, el más cercano a la avenida grande. Los miró sin fijarse en ninguno en concreto, esperando que alguno de los títulos se levantara del lomo y le hiciera señales. Avanzaba por el puesto a contracorriente sin atender demasiado a los empujones y las caras de desprecio, aunque pareció reaccionar ante la carraspera de un señor bajito que le recordó, lúcidamente, a la primera tos que recibió al quedarse quieta en la parte izquierda de las escaleras del metro. Dio dos pasos atrás, resignada, y se quedó un minuto observando como la ordenada masa de compradores potenciales se abalanzaba sobre el mostrador del puesto 72, eso sí, en perfecta sintonía.

Se puso a la cola de la caseta por el lado correcto y continuó con su mirada distraída sobre los libros, sin soltar su monedero dentro del bolsillo de la chaqueta, dónde guardaba los 50 euros que desde hacía una semana estaban esperando que empezara la feria para comprarse libros viejos sobre cosas extrañas, manuales de plantas medicinales y afrodisíacas o antologías de poemas con anotaciones en los márgenes y dedicatorias de amor en la primera página. Aún tenía en la mesilla aquel ejemplar amarillento de Trilce con una breve acotación al principio “A Mariela”. Le faltaban algunas páginas y tenía manchas de café, subrayados y anotaciones crípticas por todas partes. Pero aquello… “A Mariela” ¿Cuántas personas podrían llamarse Mariela? No es en absoluto común, sí lo es Marieta, o Marisa, pero Mariela, Mariela, era ella, Maria Elena Fernández Díaz, y la misteriosa destinataria del libro de Vallejo, la Mariela que tomaba café y escribía en los márgenes con bolígrafo negro.

Avanzando en la fila, observando vagamente los libros entre las manos de los mirones que los zarandeaban, buscaban fechas, marcas de primeras ediciones, valores de coleccionista en los ejemplares, se dio cuenta de que sólo se detenía en los libros de cubierta roja. Trató de evitarlo, empezó a buscar libros azules, blancos o verdes, colecciones en ocre o en negro mate. Pronto se resignó. Era una señal, sin duda. Sus manos pasaron a la acción, y olvidando el monedero y el bolsillo de la chaqueta empezaron a toquetear todos los libros rojos de aquel puesto, y luego del siguiente, y del otro buscando quién sabía que, desde luego no ella, que se convirtió de pronto en una de esas viandantes tísicas que carraspeaba para adelantar puestos en la búsqueda feroz de las cubiertas rojas. Manoseó libros de cocina, manuales de literatura, novelas rosa, jardinería, fotografía, y de pronto lo entendió todo. El libro rojo de Gerard Melié ¿Cómo no se había dado cuenta? El mismo libro que un tipo enorme con barba negra, ojos negros y camisa azul sujetaba en sus manos mientras buscaba vete a saber qué entre sus páginas. Era ese, ¡tenía que ser ese! Era rojo, rojísimo, y recordaba haber oído algo sobre él en algún lugar, era un manual muy interesante sobre algo anómalo, fantástico, justo lo que ella buscaba. Seguro tendría anotaciones de alguien que supiera mucho, mucho de ese tema tan interesante y necesario para su aprendizaje personal “Maria Elena Fernández Díaz, experta en (seguro tendría un nombre esdrújulo esa disciplina tan fantástica) se lo debe todo a un ejemplar del libro rojo de Gerard Melié que encontró en un puesto de viejo, una tarde de abril”. Tenía que ser suyo. Se puso de puntillas e intentó arrebatarle el libro a aquel señor enorme que la observaba con curiosidad, casi con simpatía, pero sin soltarlo. Probó pellizcándole la barriga, con lo que el hombre se retorció y ella aprovechó para tirarle del pelo de la barba. El librero intentó poner orden mientras todos los compradores potenciales se ordenaban armoniosamente en un círculo de curiosos. Entonces el señor enorme de barba y ojos negros se estiró su camisa azul y le entregó el libro condescendiente, “Tranquila, sólo lo hojeaba” añadió, y mientras ella se aferraba con fuerza al enorme libro rojo, él se dirigió al tendero que lo miraba agradecido. “La verdad que quería hacerle una consulta personal, busco un libro en concreto” dijo a la mirada entregada del librero, mientras el coro de curiosos se disolvía pacíficamente y ella se llevaba orgullosa su libro rojo, aunque de cerca no parecía tan interesante. “Sé que lo vendieron de segunda mano hace años… Es un ejemplar de Trilce”

Cero

Lo de las sesiones de meditación había sido idea de María, que estaba harta de no poder dormir conmigo cuando se quedaba en casa. A mí todo aquello me parecía una soberana estupidez. El centro tenía un nombre impronunciable que, según me contaron, significaba “el flujo liberador” en algún idioma inventado. Empezaron por enseñarme las nociones básicas de relajación.

- Soy consciente del espacio que ocupa el dedo pulgar de mi pie derecho, y si noto alguna tensión la voy a dejar fluir…

Era instantáneo, pensar en el dedo gordo de mi pie derecho y que empezara a picarme como si se fuera a caer a cachos. Tenía que sacar los pies de las babuchas blancas de tela y rascarme disimuladamente, bajo la mirada acusadora de una gran variedad de señores encorbatados en bata blanca. Hasta en bata blanca se les veía la corbata.

- Hermano Alejandro –decía la voz mantenida, impertérrita del maestro– debes dejarte fluir ¿qué te ocurre?
- Me pica. El dedo…
- Hermano Alejandro –repetía, ahora autoritaria– debes dejar fluir ese picor, debes asumir esa sensación y dejarla que Sea sin más condicionantes, dejar que tu cuerpo hable. Todos juntos: “Soy consciente del espacio que ocupa mi nalga derecha, y si noto alguna tensión...”

El maestro también atendía a cada hermano individualmente, y yo le había contado, por encima, lo de mi insomnio.

- No puedo dormir.
- Ajá– el maestro, que se llamaba Carlos, según vi en la hoja de inscripción, me miraba expectante. Era feo, demasiado feo para no levantar sospechas.
- No puedo dormir. Sólo eso.
- Nunca es sólo eso– su cara de complacencia era tal que uno nunca sabía si estaba tocado por la divinidad o simplemente era gilipollas. –¿Ansiedad?
- No, sólo que no duermo.
- Bueno, busquemos entonces alguna solución parcial hasta que podamos tocar las teclas adecuadas.
- ¿Qué teclas?– La pregunta llegó demasiado tarde; el maestro, pulcramente ataviado con su toga color crudo atada con un cordón dorado a la cintura, ya había depositado sobre la mesa una caja de trastos, de la que extrajo con orquestada parsimonia una serie de cartulinas blancas. En cada cartulina estaba escrito un número en negro, letra de molde. Colocó frente a mí la cartulina correspondiente al número 100.
- ¿Qué te sugiere, Hermano?– Me vi a mí mismo por un instante, con aquella bata blanca, blanquísima, las babuchas a medio quitar. Parecía que acababa de salir de la ducha. Me pregunté entonces por qué la indumentaria del maestro era crema, y no blanca, y supuse que para que hiciera juego con el cordón dorado. –¿Hermano?
- Eh, no sé...
- 100– el maestro respiró hondo –significa la totalidad, el todo. El primer número completo.
- Ajá.
- Así que quiero que observes en esta cartulina la totalidad, la totalidad de tu vida, tus problemas, todo lo que te preocupa– El maestro guardó silencio un minuto, respetando mi supuesta concentración. –Y ahora– dijo, retirando lentamente la cartulina de la totalidad y dejando al descubierto un bonito 99 en letra de molde– quiero que te despojes de ellos, a medida que yo cambie los números, que los dejes fluir.
- Como el picor.
- Sí, como el picor –dijo, satisfecho– al fin y al cabo estas ansiedades también son eso, ¿no? Picores.
- Yo no tengo ansiedad. Sólo insomnio–. Odiaba las metáforas. Y más si se referían a mi vida.
- En cualquier caso –contestó, como si no me hubiera escuchado– debes repetir esta operación, mentalmente, cada noche–. Asentí respetuoso, y asistí al ritual obediente, pero no tuve ninguna revelación. Al acabar, el hermano - maestro o lo que fuera se alongó en la mesa y me tomó del brazo. –Hermano Alejandro, si consigues contactar contigo mismo, si realmente tienes fe, esto puede cambiar tu vida–. Le olía el aliento a pepino.

Me mandó a casa con las instrucciones en una libretita y un cd de música de delfines. La misma música que, por la noche, sonaría en mi cuarto mientras yo, harto de dar vueltas y vueltas en la cama, me hacía consciente de cómo me picaban todos las partes del cuerpo en las que pensaba. Una vez asumí el espacio que ocupaba en la cama el último pelo de mi sobaco, comencé a visualizar el número 100. La totalidad de mi vida estaba tras una puerta de mi mente, amontonada, aporreando, y yo no estaba seguro de querer abrirla. “Voy a dejarme fluir”– pensé, en un acto insólito de fe. Y eso hice.

(99) Allí no pasaba nada. (98) Aquello parecía tan absurdo como en presencia del jarecrisna posmoderno. (97) De pronto María entró en la habitación y se sentó a oscuras en la cama. (96) María no podía estar en la habitación porque acababa de hablar con ella y estaba en su casa, (95) en la cama, y con voz de dormida. (94) Además, María no tenía llaves de mi casa. (93) A ambos nos parecía demasiado pronto para eso. (92) Sin embargo el culo de María parecía estar levemente apoyado en mi pierna izquierda. (90) “¿María?” (90) “¿Qué haces aquí?” (89) “Alejandro, en realidad yo no sé lo que quiero...” (88) No parecía oírme (87) “o si te quiero, yo... necesito tiempo” (86) “¿Qué?” (84) “Además, el otro día… ¿Te acuerdas de Moisés?” (83) Un fuerte golpe interrumpió su discurso (82) “¿Quién anda ahí?” (81) Estaban dentro, (80) podía sentirlos caminar por el pasillo. (79) Estaban dentro y habían entrado por la ventana del salón, (78) siempre supe que tenía que haber hecho algo con esa ventana. (77) Pude ver dos sombras avanzando por el pasillo (76) “¡Quién anda ahí!” (75) Una tercera sombra entró en la habitación (74) “Perea, ¿ha traído el informe de cuentas?” (73) Si María no podía tener el culo apoyado en mi brazo en ese momento, mi jefe no podía estar hablándome de pie junto al cabecero de la cama, (72) sin embargo, insistió: (71) “Perea, ¡conteste!” (70) “Estoy harto de sus desplantes” (69) “Le veré en mi despacho” (68) Las sombras de los ladrones se habían metido en la cocina, arrastraban muebles y revolvían gavetas. (67) Me di cuenta de lo fácil que sería para ellos acabar conmigo, (66) y supe que si no lo hacían era porque tampoco estaban allí, (65) aunque ahora los viera arrastrar la nevera hasta la puerta de la entrada. (64) Decidí quedarme muy quieto, (63) muy quieto y muy callado, (62) no emitir juicios, no pensar, (61) dejar que todo pasara (60) concentrándome sólo en mi cuenta atrás (59) en la totalidad que se diluía. (58) A medida que imaginaba números (57) la habitación se llenaba de personas, (56) y mi casa se vaciaba de objetos. (55) Yo sabía que no debía hacer nada, (54) sólo dejarlo fluir. (53) “Alejandro, de verdad lo siento” (52) “no eres tú, soy yo” (51) “Pase, Sr Perea” (50) “Lo siento mucho” (49) “Los resultados de sus análisis son determinantes” (48) “Ale” (47) “Ha venido Moisés” (46) “quiere hablar contigo” (45) “Perea, firme aquí” (44) “Tío, ya sabes cómo son estas cosas” (43) “En cobros le entregarán un cheque con su finiquito” (42) “Es algo tan inesperado… El amor digo” (41) “No te lo tomes como algo personal” (40) “Ale, no te cabrees, pero le he dicho a Luisa que le gustas” (39) “A ella le gusta Pablo, el de 2º C” (38) “El de la moto” (37) “Además dice que le dan asco tus granos” (36) “Perea, a la pizarra” (35) “Definitivamente al niño hay que ponerle aparatos, señora” (34) “¿Cuánto es la raíz cuadrada de 768?” (33) “Mamá, ¿has visto a Calcetines?” (32) “¿Calcetines?” (31) “¡¡Calcetines!!”

Cuando abrí los ojos empezaba a amanecer.
Lo último que recuerdo es el gato muerto y escuchar a los ladrones imaginarios cargando el home cinema en el ascensor, ambientados por el mar y los delfines.
Había sido muy cansado, estaba empapado en sudor, pero sentía una paz que no pensé que fuera a alcanzar nunca. Permanecí en la cama unos minutos, disfrutando de aquella sensación. Cerré los ojos un momento, para asegurarme. Nada.
Se habían ido para siempre.
Me incorporé.
Realmente algo se había purificado dentro de mí.
Noté enseguida el eco de mis pasos en la casa. Sonaba diferente. Pensé que era la paz, lo liviano que me sentía. Entré en el salón. Estaba desierto. Bajo mis pies, las marcas en el parqué de arrastrar el sillón. Pensé que todavía estaba soñando, que aquello no se había acabado. Me acerqué y toqué el polvo que había donde antes estuvo mi tele de plasma. Parecía bastante real.
En el suelo de la cocina, al lado de alguna pieza de pasta a medio hacer que habría debajo de la nevera, había una nota, unas llaves y una especie de tela.
“Enhorabuena, Hermano Alejandro. Has pasado al siguiente nivel.”
No habían dejado ni el cuchillo de jamón.
Recogí las llaves, y me anudé concienzudamente la bata color crema a la cintura con el cordón dorado.
Salí a la calle.

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El hombre deshabitado

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