viernes, 16 de octubre de 2009

Originalidad... o no

Qué buenos los anuncios stop motion de lotería nacional, ¿verdad? ¿cómo se les habrá ocurrido esa idea tan buena?

Ah, espera, que a lo mejor no se les "ocurrió"

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Para empezar

Para R y B

Fui la primera en llegar - mesa para tres, por favor- y me senté a esperarlas.

Aquello recordaba tanto a nuestra comida semanal que era la comida semanal, aunque hiciera más de siete meses que no nos sentáramos las tres a comer un menú y arreglar el mundo en la hora de libertad, condicional y vigilada, que nos daban en el trabajo.

Todo había empezado porquesí. R y yo trabajábamos muy cerca, tanto que nos podíamos permitir incluso rescates de almuerzo diarios, y era un verdadero respiro encontrar a una amiga, escucharla, incluso olerla, en medio de aquella zona gris de torres de oficina y puertas de servicio. B trabajaba un poco más lejos, pero se consentía, algunas veces, bajar unas paradas de metro para comer con nosotras. Solía ser un mensaje a eso de las 11 de la mañana

- Chicas ¿comemos juntas?

Y comíamos. Y aquello se convertía en un ritual improvisado, evitábamos los restaurantes que frecuentaban los compañeros, tomábamos cañas, nos contábamos las miserias, por orden, y nos cuidábamos, y volvíamos a la oficina un poco borrachas y con superpoderes. Qué suerte.

En realidad, era todo una ceremonia orquestada y premeditada por B, que tenía turno de tarde y había decidido que necesitaba un cónclave semanal para sobrevivir sin las cañas de después del trabajo. A nosotras nos hacía mucha gracia lo en serio que se lo tomaba: el almuerzo semanal era irreductible, irrenunciable, insustituible.

Fue en uno de esos almuerzos que nos dijo que se iba, B.
En Madrid todo el mundo se está yendo todo el tiempo, así que no nos lo tomamos muy en serio. Hasta que se fue. Y luego yo dejé el trabajo en el barrio de los hombres grises, y R quedó abandonada a su suerte y se apuntó en clases de francés.

Por eso aquel almuerzo, una vida después, tenía algo de excepcional y todo de cotidiano.

R llegó enseguida, pero yo estaba al teléfono, así que no le hice mucho caso hasta que colgué, y era ella la que estaba al teléfono. Fue entonces cuando le vi la tristeza y los ojos colorados.
Crisis, no pasa nada, qué suerte de almuerzo semanal.

B llegó como un remolino, se sentó y empezó a hablar sin advertir los ojos colorados ni las caras de consternación. Cuando la informamos de la crisis, escuchó atenta todos los detalles que R podía relatar, entre sollozos, mientras daba largos sorbos a la cerveza y se lllenaba la boca de papas con alioli.

Tras una breve pausa nos miró, agitando de un lado a otro la cabeza, para por fin sentenciar, solemne, definitiva:

- Mira, él lo que necesita es comer más fruta y más verdura, para empezar.

A veces no sabe uno lo que mucho que echa algo de menos hasta que lo tiene delante.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

No es sólo cuestión de suerte



Gracias una vez más a mi To y la sala de conciertos que me monta en Casa Lavapiés de cuando en cuando.

viernes, 24 de julio de 2009

viernes, 22 de mayo de 2009

En días como hoy: 6 escenas y un epílogo.


Escena primera
: habitación desordenada, la única luz llega a la estancia a través de las rendijas que deja la persiana.

La chica mira el reloj y decide que ya que está despierta, se va a al trabajo, aunque sea pronto y aún no hayan pasado ni 5 horas desde que se acostó. A continuación la chica se incorpora y nota un fuerte dolor de cabeza y una maullido insistente como únicos signos de la vida en la tierra y se dirige, resuelta, a la cocina.

Escena segunda: la cocina. Al otro lado del patio, un hombre en calzoncillos escruta el cielo preguntándose si realmente hace tanto calor como parece. En el suelo, la gata insiste en sus requerimientos.

La chica echa comida en el cacharro de la gata como quien apaga el despertador: para que se calle. Prepara la cafetera. Descubre enseguida que a la cafetera hay que ponerle café. Echa en el fregadero el agua hirviendo y la prepara de nuevo quemándose las manos. La pone al fuego y descubre enseguida la utilidad de la tapa de la cafetera cuando está cerrada. Limpia los azulejos blancos, echa un poco de leche fría y desayuna.

Escena tercera: Patio del edificio. La chica sale a la calle con su vestido de verano y sus cholas y se encuentra en el ascensor con su vecino de enfrente. Descubre que su vecino de enfrente conoce perfectamente sus horarios, lo que le causa una leve inquietud. Luego descubre que la primavera en Madrid nunca acaba de llegar del todo e intenta subir a abrigarse un poco mientras su vecino trata de retenerla en la calle alegando el calor que hace, mujer.

Escena cuarta: Entrada de la casa. La chica descubre que su casa tiene un peaje consistente en 5 granos de pienso, y que da igual que acabe de salir y te acabe de poner. Descubre también que la ropa no se lava sola.

Escena quinta: Quiosco de la esquina. La chica se dispone a comprar el periódico al señor ese que nunca le quiere dar una bolsa. En capítulos anteriores le ha dicho que es alérgica a la tinta, que por favor le de una bolsa, aunque sea usada. La chica dice esto porque ha percibido que el señor del quiosco lleva guantes, y que va a empatizar sin remedio. El señor le ha dado una del Día y del Carrefour, respectivamente. Hoy, sin embargo, el periódico viene en una preciosa bolsa de tela con asas trenzadas de cuerda, lo que hace que la chica entregue los diez euros y reciba la vuelta y eche la vuelta en el monedero cargado de tickets y bonos de metro usados sin dejar de mirar su preciosa bolsa del periódico reutilizable. Por pura intuición mira la cartera. No hay billetes. Dio diez euros, el periódico vale unodiez, sólo tiene dos euros y pico. La chica es de letras pero hasta ahí llega. La chica se dirige entonces al señor del quiosco y descubre dos cosas: 1. En los quioscos no se hace caja, por lo que es imposible saber si recibió o no los 5 euros; 2. Que el señor del quiosco al que no le gusta dar bolsas no es tan malo.

Escena sexta: Calle-de-camino-al-trabajo. La chica descubre que los señoras y señores jubilados pueden llegar a ser muy estrictos e incluso agresivos cuando se trata de la fila de la guagua. La chica camina con pasos muy largos, deseando con todas sus fuerzas que este post se termine justo aquí.

Escena final: la chica llega al trabajo, mira alrededor, analiza el percal y descubre, resignada, que hay días en los que este post no se acaba. Nunca.

martes, 12 de mayo de 2009

El mayor de mis tesoros

Madrid era el cielo.

Él era infinitamente tímido y delgado y nunca la miraba directamente a los ojos. Ella le contagiaba el entusiasmo de trasnochar y no ir nunca a clase. Volvían a casa tarde y despeinados, imaginando lo que pasaba dentro de las buhardillas iluminadas de La Latina.

- Algún día viviremos juntos en una buhardilla y tendremos un gato y un tocadiscos y un montón de libros desordenados. Deberíamos vivir juntos, nos llevaríamos bien.

Madrid era París, era Buenos Aires.

Él tenía ojos tristes y azules y caminaba mirando al suelo.
Contaba bajito historias imposibles en algún idioma desconocido.
Ella, los ojos de par en par, lo miraba nerviosa, impaciente, buscándolo tras el cristal.

Una tarde fría de aquel primer invierno ella cumplió 23 y no tenía tiempo que perder.
Madrid era París y era una fiesta.
Él apareció puntual y sacó del bolso un disco viejo, un disco usado, gastado de escucharlo.

- Es mi disco favorito - Dijo, mirándola a los ojos para que lo entendiera todo. Siempre ha sido un hombre de pocas palabras - Te lo regalo.

- Es mi mejor regalo- dijo ella, sinceramente, pero sin saber realmente hasta que punto lo era.

Luego fueron dos, y se fueron a vivir juntos, y llenaron la casa de libros, que ella se encargó de desordenar, y adoptaron un gato, y siguieron gastando el disco, y compraron otros, e incluso fueron a escucharlo en directo, y supieron que todo aquello tenía algún sentido, aunque no creyeran demasiado en los sentidos ocultos de las cosas que en sí mismas significan tanto.

¿qué haría mi animal si no supiera interpretar todas mis formas de mirar?



Hoy Madrid sólo es Madrid y está oscuro.

(Enlace)

lunes, 9 de marzo de 2009

El libro rojo

Derramó su mirada por entre los libros del primer puesto, que era el último, el más cercano a la avenida grande. Los miró sin fijarse en ninguno en concreto, esperando que alguno de los títulos se levantara del lomo y le hiciera señales. Avanzaba por el puesto a contracorriente sin atender demasiado a los empujones y las caras de desprecio, aunque pareció reaccionar ante la carraspera de un señor bajito que le recordó, lúcidamente, a la primera tos que recibió al quedarse quieta en la parte izquierda de las escaleras del metro. Dio dos pasos atrás, resignada, y se quedó un minuto observando como la ordenada masa de compradores potenciales se abalanzaba sobre el mostrador del puesto 72, eso sí, en perfecta sintonía.

Se puso a la cola de la caseta por el lado correcto y continuó con su mirada distraída sobre los libros, sin soltar su monedero dentro del bolsillo de la chaqueta, dónde guardaba los 50 euros que desde hacía una semana estaban esperando que empezara la feria para comprarse libros viejos sobre cosas extrañas, manuales de plantas medicinales y afrodisíacas o antologías de poemas con anotaciones en los márgenes y dedicatorias de amor en la primera página. Aún tenía en la mesilla aquel ejemplar amarillento de Trilce con una breve acotación al principio “A Mariela”. Le faltaban algunas páginas y tenía manchas de café, subrayados y anotaciones crípticas por todas partes. Pero aquello… “A Mariela” ¿Cuántas personas podrían llamarse Mariela? No es en absoluto común, sí lo es Marieta, o Marisa, pero Mariela, Mariela, era ella, Maria Elena Fernández Díaz, y la misteriosa destinataria del libro de Vallejo, la Mariela que tomaba café y escribía en los márgenes con bolígrafo negro.

Avanzando en la fila, observando vagamente los libros entre las manos de los mirones que los zarandeaban, buscaban fechas, marcas de primeras ediciones, valores de coleccionista en los ejemplares, se dio cuenta de que sólo se detenía en los libros de cubierta roja. Trató de evitarlo, empezó a buscar libros azules, blancos o verdes, colecciones en ocre o en negro mate. Pronto se resignó. Era una señal, sin duda. Sus manos pasaron a la acción, y olvidando el monedero y el bolsillo de la chaqueta empezaron a toquetear todos los libros rojos de aquel puesto, y luego del siguiente, y del otro buscando quién sabía que, desde luego no ella, que se convirtió de pronto en una de esas viandantes tísicas que carraspeaba para adelantar puestos en la búsqueda feroz de las cubiertas rojas. Manoseó libros de cocina, manuales de literatura, novelas rosa, jardinería, fotografía, y de pronto lo entendió todo. El libro rojo de Gerard Melié ¿Cómo no se había dado cuenta? El mismo libro que un tipo enorme con barba negra, ojos negros y camisa azul sujetaba en sus manos mientras buscaba vete a saber qué entre sus páginas. Era ese, ¡tenía que ser ese! Era rojo, rojísimo, y recordaba haber oído algo sobre él en algún lugar, era un manual muy interesante sobre algo anómalo, fantástico, justo lo que ella buscaba. Seguro tendría anotaciones de alguien que supiera mucho, mucho de ese tema tan interesante y necesario para su aprendizaje personal “Maria Elena Fernández Díaz, experta en (seguro tendría un nombre esdrújulo esa disciplina tan fantástica) se lo debe todo a un ejemplar del libro rojo de Gerard Melié que encontró en un puesto de viejo, una tarde de abril”. Tenía que ser suyo. Se puso de puntillas e intentó arrebatarle el libro a aquel señor enorme que la observaba con curiosidad, casi con simpatía, pero sin soltarlo. Probó pellizcándole la barriga, con lo que el hombre se retorció y ella aprovechó para tirarle del pelo de la barba. El librero intentó poner orden mientras todos los compradores potenciales se ordenaban armoniosamente en un círculo de curiosos. Entonces el señor enorme de barba y ojos negros se estiró su camisa azul y le entregó el libro condescendiente, “Tranquila, sólo lo hojeaba” añadió, y mientras ella se aferraba con fuerza al enorme libro rojo, él se dirigió al tendero que lo miraba agradecido. “La verdad que quería hacerle una consulta personal, busco un libro en concreto” dijo a la mirada entregada del librero, mientras el coro de curiosos se disolvía pacíficamente y ella se llevaba orgullosa su libro rojo, aunque de cerca no parecía tan interesante. “Sé que lo vendieron de segunda mano hace años… Es un ejemplar de Trilce”

Cero

Lo de las sesiones de meditación había sido idea de María, que estaba harta de no poder dormir conmigo cuando se quedaba en casa. A mí todo aquello me parecía una soberana estupidez. El centro tenía un nombre impronunciable que, según me contaron, significaba “el flujo liberador” en algún idioma inventado. Empezaron por enseñarme las nociones básicas de relajación.

- Soy consciente del espacio que ocupa el dedo pulgar de mi pie derecho, y si noto alguna tensión la voy a dejar fluir…

Era instantáneo, pensar en el dedo gordo de mi pie derecho y que empezara a picarme como si se fuera a caer a cachos. Tenía que sacar los pies de las babuchas blancas de tela y rascarme disimuladamente, bajo la mirada acusadora de una gran variedad de señores encorbatados en bata blanca. Hasta en bata blanca se les veía la corbata.

- Hermano Alejandro –decía la voz mantenida, impertérrita del maestro– debes dejarte fluir ¿qué te ocurre?
- Me pica. El dedo…
- Hermano Alejandro –repetía, ahora autoritaria– debes dejar fluir ese picor, debes asumir esa sensación y dejarla que Sea sin más condicionantes, dejar que tu cuerpo hable. Todos juntos: “Soy consciente del espacio que ocupa mi nalga derecha, y si noto alguna tensión...”

El maestro también atendía a cada hermano individualmente, y yo le había contado, por encima, lo de mi insomnio.

- No puedo dormir.
- Ajá– el maestro, que se llamaba Carlos, según vi en la hoja de inscripción, me miraba expectante. Era feo, demasiado feo para no levantar sospechas.
- No puedo dormir. Sólo eso.
- Nunca es sólo eso– su cara de complacencia era tal que uno nunca sabía si estaba tocado por la divinidad o simplemente era gilipollas. –¿Ansiedad?
- No, sólo que no duermo.
- Bueno, busquemos entonces alguna solución parcial hasta que podamos tocar las teclas adecuadas.
- ¿Qué teclas?– La pregunta llegó demasiado tarde; el maestro, pulcramente ataviado con su toga color crudo atada con un cordón dorado a la cintura, ya había depositado sobre la mesa una caja de trastos, de la que extrajo con orquestada parsimonia una serie de cartulinas blancas. En cada cartulina estaba escrito un número en negro, letra de molde. Colocó frente a mí la cartulina correspondiente al número 100.
- ¿Qué te sugiere, Hermano?– Me vi a mí mismo por un instante, con aquella bata blanca, blanquísima, las babuchas a medio quitar. Parecía que acababa de salir de la ducha. Me pregunté entonces por qué la indumentaria del maestro era crema, y no blanca, y supuse que para que hiciera juego con el cordón dorado. –¿Hermano?
- Eh, no sé...
- 100– el maestro respiró hondo –significa la totalidad, el todo. El primer número completo.
- Ajá.
- Así que quiero que observes en esta cartulina la totalidad, la totalidad de tu vida, tus problemas, todo lo que te preocupa– El maestro guardó silencio un minuto, respetando mi supuesta concentración. –Y ahora– dijo, retirando lentamente la cartulina de la totalidad y dejando al descubierto un bonito 99 en letra de molde– quiero que te despojes de ellos, a medida que yo cambie los números, que los dejes fluir.
- Como el picor.
- Sí, como el picor –dijo, satisfecho– al fin y al cabo estas ansiedades también son eso, ¿no? Picores.
- Yo no tengo ansiedad. Sólo insomnio–. Odiaba las metáforas. Y más si se referían a mi vida.
- En cualquier caso –contestó, como si no me hubiera escuchado– debes repetir esta operación, mentalmente, cada noche–. Asentí respetuoso, y asistí al ritual obediente, pero no tuve ninguna revelación. Al acabar, el hermano - maestro o lo que fuera se alongó en la mesa y me tomó del brazo. –Hermano Alejandro, si consigues contactar contigo mismo, si realmente tienes fe, esto puede cambiar tu vida–. Le olía el aliento a pepino.

Me mandó a casa con las instrucciones en una libretita y un cd de música de delfines. La misma música que, por la noche, sonaría en mi cuarto mientras yo, harto de dar vueltas y vueltas en la cama, me hacía consciente de cómo me picaban todos las partes del cuerpo en las que pensaba. Una vez asumí el espacio que ocupaba en la cama el último pelo de mi sobaco, comencé a visualizar el número 100. La totalidad de mi vida estaba tras una puerta de mi mente, amontonada, aporreando, y yo no estaba seguro de querer abrirla. “Voy a dejarme fluir”– pensé, en un acto insólito de fe. Y eso hice.

(99) Allí no pasaba nada. (98) Aquello parecía tan absurdo como en presencia del jarecrisna posmoderno. (97) De pronto María entró en la habitación y se sentó a oscuras en la cama. (96) María no podía estar en la habitación porque acababa de hablar con ella y estaba en su casa, (95) en la cama, y con voz de dormida. (94) Además, María no tenía llaves de mi casa. (93) A ambos nos parecía demasiado pronto para eso. (92) Sin embargo el culo de María parecía estar levemente apoyado en mi pierna izquierda. (90) “¿María?” (90) “¿Qué haces aquí?” (89) “Alejandro, en realidad yo no sé lo que quiero...” (88) No parecía oírme (87) “o si te quiero, yo... necesito tiempo” (86) “¿Qué?” (84) “Además, el otro día… ¿Te acuerdas de Moisés?” (83) Un fuerte golpe interrumpió su discurso (82) “¿Quién anda ahí?” (81) Estaban dentro, (80) podía sentirlos caminar por el pasillo. (79) Estaban dentro y habían entrado por la ventana del salón, (78) siempre supe que tenía que haber hecho algo con esa ventana. (77) Pude ver dos sombras avanzando por el pasillo (76) “¡Quién anda ahí!” (75) Una tercera sombra entró en la habitación (74) “Perea, ¿ha traído el informe de cuentas?” (73) Si María no podía tener el culo apoyado en mi brazo en ese momento, mi jefe no podía estar hablándome de pie junto al cabecero de la cama, (72) sin embargo, insistió: (71) “Perea, ¡conteste!” (70) “Estoy harto de sus desplantes” (69) “Le veré en mi despacho” (68) Las sombras de los ladrones se habían metido en la cocina, arrastraban muebles y revolvían gavetas. (67) Me di cuenta de lo fácil que sería para ellos acabar conmigo, (66) y supe que si no lo hacían era porque tampoco estaban allí, (65) aunque ahora los viera arrastrar la nevera hasta la puerta de la entrada. (64) Decidí quedarme muy quieto, (63) muy quieto y muy callado, (62) no emitir juicios, no pensar, (61) dejar que todo pasara (60) concentrándome sólo en mi cuenta atrás (59) en la totalidad que se diluía. (58) A medida que imaginaba números (57) la habitación se llenaba de personas, (56) y mi casa se vaciaba de objetos. (55) Yo sabía que no debía hacer nada, (54) sólo dejarlo fluir. (53) “Alejandro, de verdad lo siento” (52) “no eres tú, soy yo” (51) “Pase, Sr Perea” (50) “Lo siento mucho” (49) “Los resultados de sus análisis son determinantes” (48) “Ale” (47) “Ha venido Moisés” (46) “quiere hablar contigo” (45) “Perea, firme aquí” (44) “Tío, ya sabes cómo son estas cosas” (43) “En cobros le entregarán un cheque con su finiquito” (42) “Es algo tan inesperado… El amor digo” (41) “No te lo tomes como algo personal” (40) “Ale, no te cabrees, pero le he dicho a Luisa que le gustas” (39) “A ella le gusta Pablo, el de 2º C” (38) “El de la moto” (37) “Además dice que le dan asco tus granos” (36) “Perea, a la pizarra” (35) “Definitivamente al niño hay que ponerle aparatos, señora” (34) “¿Cuánto es la raíz cuadrada de 768?” (33) “Mamá, ¿has visto a Calcetines?” (32) “¿Calcetines?” (31) “¡¡Calcetines!!”

Cuando abrí los ojos empezaba a amanecer.
Lo último que recuerdo es el gato muerto y escuchar a los ladrones imaginarios cargando el home cinema en el ascensor, ambientados por el mar y los delfines.
Había sido muy cansado, estaba empapado en sudor, pero sentía una paz que no pensé que fuera a alcanzar nunca. Permanecí en la cama unos minutos, disfrutando de aquella sensación. Cerré los ojos un momento, para asegurarme. Nada.
Se habían ido para siempre.
Me incorporé.
Realmente algo se había purificado dentro de mí.
Noté enseguida el eco de mis pasos en la casa. Sonaba diferente. Pensé que era la paz, lo liviano que me sentía. Entré en el salón. Estaba desierto. Bajo mis pies, las marcas en el parqué de arrastrar el sillón. Pensé que todavía estaba soñando, que aquello no se había acabado. Me acerqué y toqué el polvo que había donde antes estuvo mi tele de plasma. Parecía bastante real.
En el suelo de la cocina, al lado de alguna pieza de pasta a medio hacer que habría debajo de la nevera, había una nota, unas llaves y una especie de tela.
“Enhorabuena, Hermano Alejandro. Has pasado al siguiente nivel.”
No habían dejado ni el cuchillo de jamón.
Recogí las llaves, y me anudé concienzudamente la bata color crema a la cintura con el cordón dorado.
Salí a la calle.

6 en 6tracks: El hombre deshabitado

El hombre deshabitado

miércoles, 18 de febrero de 2009

59. Es todo una cuestión de actitud. O no.

y nevaba, y ella, que era canaria, en bikini
L.

Esta mañana, tumbada en la cama, decidí que ya había llegado la primavera.
No, no me dejé la calefacción puesta, ni me engañó el sol de invierno (que me suele pasar).
Las ventanas estaban cerradas, y yo me acurrucaba bajo el nórdico, sin ganas malditas de sacar los piecillos al frío y empezar el día. Sin embargo, era una decisión firme.

Me levanté, me tomé el café, me puse unos pantalones nuevos que me compré, de telita fina, con un estampado, anchos arriba y estrechos en la pantorrilla, de culocagao que les digo yo. Más monos. Unas medias debajo, eso sí, media pierna fuera no, que las brisillas de la primavera son traicioneras. Luego me puse una camiseta, un pulovito y una chaquetilla de entretiempo.

Y a la calle.

Madrid, 9 de la mañana. 2 grados.

sábado, 24 de enero de 2009

lunes, 19 de enero de 2009

57-Error de cálculo

Cuando una se pierde hay que preguntarle a las viejitas. Esto es algo que todo el mundo sabe.

Yo me perdí en esas calles de edificios bajos, y sabía que estaba perdida, muy perdida, porque iba a un décimo piso, y los edificios que veía no pasaban, como mucho, del piso cuatro.

Intercepté a una viejita rápidamente. Disculpe señora, buenas tardes - a las viejitas hay que tratarlas con cariño para que no crean que eres una malincuente, con esos vaqueros y ese pañuelo, y ese abrigo y esos pelos - ¿me puede decir dónde queda la calle Almazán?

La señora me agarra del brazo, se da la vuelta y me da la vuelta a mí también - Sigues recto, y una, dos y tres, la tercera calle - coge mi cara, que la miraba a ella y la dirige hacia el lugar que me indica mientras da uno, dos y tres golpes de muñeca- la tercera calle, y si no es la tercera, vuelves a preguntar, pero creo que sí, la tercera calle.

Yo, que jamás cuestiono las indicaciones geográficas de un mujer con tal autoridad, caminé recto y firme, con las manos en los bolsillos, hacia la tercera calle, aunque seguía sin ver edificios de más de cuatro plantas.

Una, dos y tres. Esta no es. Mierda.

Dos policías municipales con sus chalequitos amarillo fosforescente y todo, se paseaban por la calle número tres.

Una de las principales funciones de los policías municipales, después de poner multas, es decir dónde están las calles. Esto es algo que todo el mundo sabe.

- ¿La calle Almazán? sí, creo que... eh... por allí... bajando ¿no?
Su compañero saca el callejero - Yo no lo sé, pero él sí - sonríe el joven, levantando levemente el callejero en su mano izquierda.
- No, no, si no hace falta, mira es... aquella, la del fondo, o quizás la de arriba, pero por allí abajo está- yo lo ignoro y miro al del callejero que por lo menos es humilde
- Espera hombre, que lo estoy buscando... ay, que esta página no era
- Trae anda, trae - llega un tercer policía, mayor, que sin preguntar nada nos mira atentamente a nosotros, y al callejero minúsculo que escrutamos - Buscamos la calle Almazán
- Almazán... Sí, esa está..., espera a ver- Los malos delinquiendo, los infractores infractuando, y nosotros cuatro allí, metidos en la página 128 del callejero.

De pronto, un super-viejito entra en escena, con su bastón, y me tira de la chaqueta.

- ¿Qué buscas hija?
- La calle Almazán
- ¿Número?
- 31

Entonces se me agarra con una mano, sosteniendo el bastón en la otra, y me lleva, eficiente, durante 600 o 700 metros hasta la misma puerta del número 31, mientras los policías se quedan, atónitos e inútiles, agarrados al callejero, y yo pongo en duda lo novedoso del google maps.

Era la cuarta calle.

Los policias municipales no sirven para nada más que para poner multas. Eso lo saben los viejos. Y ahora, yo.



lunes, 5 de enero de 2009

54. Helarte




Tienda de arte. En realidad, tienda de materiales de arte. De artes plásticas. Una señora, lleva un abrigo extravagante, no parece muy caro, pero sí es ostentoso. Lleva anillos y pulseras porque ella también es ostentosa, un poco. La chica le empaqueta unos lienzos con bolsas de plástico, ella lleva en la mano unas pinturas. Parece ansiosa

- Mi niña no te vuelvas loca que tengo el coche ahí enfrente y lo meto así mismo - me mira y me sonríe. Le devuelvo la sonrisa. La dependienta, en un alarde de eficiencia navideña, sigue preparando el paquete - Estoy deseando llegar a mi casa para ponerme a pintar -Vuelve a mirarme sonriente, y guiña un ojo. Yo vuelvo a sonreir y pienso en sus cuadros, en los cuadros que creo que ella pintaría -De verdad, ya se está convirtiendo en una obsesión.

Por fin la dependienta termina de anudar las bolsas y se dispone a cobrar a la mujer. Ella le da un billete de cien euros que tenía ya agarrado desde hace un rato, con los dedillos metidos dentro del monedero. Preparados, listos.

Cien euros. Yo vuelvo a mirarla, y no puedo evitar volver a jugar al precio justo del abrigo, que sigue pareciéndome barato, quizás por lo ostentoso.

La eficiente dependienta coge el billete y lo pasa por la máquina que los comprueba, donde no parece entrar. La señora, escandalizada, le pregunta si es falso. "No, no - le responde la dependienta - sólo es que está un poco arrugado"

El billete lo oye y se pone firme, entrando por la maquinita y defendiendo el honor de su dueña

- Ah, qué susto- se lleva la mujer la mano a la boca haciendo tintinear las pulseras- si es que me lo acaban de dar, cambié uno de 500.

Datos personales