domingo, 25 de mayo de 2008

27. Miedo al tiempo

Suplicó a su padre que pasara por delante una vez más. Él, agotado, pero dispuesto a volver con la niña dormida a casa, dió la vuelta a la rotonda y repitió la procesión por delante del enorme castillo, que despuntaba en el centro de la ciudad, mientras ella, agazapada en la parte de atrás del coche, apretando con fuerza el abrigo entre las manos, miraba de reojo la enorme torre de piedra que desde tan cerca parecía aún más impresionante. Tampoco durmió esa noche.
La niña tiene miedo a las alturas – repetían los especialistas- tiene tanto vértigo que lo siente desde el suelo.
Sólo muchos años después, durante un fin de semana largo y gracias a la devaluación del dólar, descubrío la verdad, impertérrita en lo alto de un rascacielos de Manhattan.

martes, 20 de mayo de 2008

26. Entreacto



Vale la pena. Para el reproductor de música antes de darle al play o te desquicias con el ops encima.
Visto en el salón de mi casa, donde caben tantas cosas (¡gracias mor!).
Ellos son Vetusta Morla.

viernes, 16 de mayo de 2008

24- Espejismos

Una mujer de color (rojo) salta a tiempo el bastón de un señor que se hace el ciego para no verme. Mientras, una maniquí coja (con una sola pata de palo) tiene un letrero clavado en el corazón (pantalones, 15 euros) y yo los miro esquiva mientras intento salir a la superficie. Lo consigo, y doy de bruces con un lugar dónde todas las casas tienen puerta de servicio y los hombres grises van con una bola de preso colgando de la corbata.
Subo el volumen, y aguanto la respiración (como cuando pasas cerca de la fábrica de cerveza) pero no puedo cerrar los ojos si quiero cruzar.

El semáforo ya está en verde.

La mujer de los pantalones naranja y la camisa verde tiene la piel tostada, el pelo recogido a ambos lados de la cabeza, y una sonrisa que le parte la cara en dos. Está jugando muy recta, muy recta y sonriente, a lanzar sus mazas de colores encima de la cabeza, en medio del paso de peatones, andando de izquierda a derecha, y de derecha a izquierda.

Los conductores la miran, mientras fingen mirar el móvil, el periódico, el navegador.
Los hombres y las mujeres grises le pasan al lado como una manada de elefantes, y no la miran, y no la rozan. Yo busco en mi bolso entre las velas de cumpleaños y las tarjetas de embarque y encuentro en un doblez una moneda extranjera y un poco de arena.

El semáforo empieza a temblar, ella recoge sus mazas y se acerca a los conductores, sonriendo, siempre sonriendo, con la cara partida en dos. Los conductores se sumergen aún más en sus periódicos, móviles, navegadores. Sólo un hombre, encaramado a la cabina de un camión, la mira de arriba abajo con una media sonrisa, asintiendo con la cabeza, y le da unas monedas. Ella, sin dejar de sonreir, hace una reverencia, y se aleja a toda prisa de la carretera.
Yo subo el volumen y echo a correr por entre los coches, con los cincuenta centavos escondidos en una de las líneas de la palma de mi mano.

El semáforo ya está en verde.

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