martes, 30 de diciembre de 2008

miércoles, 10 de diciembre de 2008

52. 1ªParte

En cuanto abrí el libro lo descubrí, horrorizado.

Había olvidado la pequeña cartulina roja que utilizo como marcador. Y digo bien, horrorizado, siempre me dicen que exagero con los adjetivos.

El drama no radicaba en si iba o no iba a encontrar la página en la que me había quedado, ya que estaba seguro de que era justo al comienzo del capítulo cinco, exactamente tras la aparición de Virginia y su restaurante macrobiótico. El problema era como marcar el final de mi lectura, que sería considerable tras un viaje tan largo, sin mutilar irremediablemente la página doblándole la esquinita superior y dejando para siempre la huella de mi ritmo de lectura, como si de una nueva capitulación se tratara. Odiaba esas marquitas indecentes y me negaba por completo a hacérselo a mi libro, aunque, como en este caso, se tratara de unas de esas feísimas ediciones de bolsillo que están hechas para llenarse de arena, mojarse de cerveza o arrugarse en el bolso entre metro y metro. Una de esas ediciones en las que la historia vive dentro como una promesa, sujetándose para no caerse, asegurándote que a pesar de todo es un libro de verdad. Aún así, no le haría eso a mi libro, bastante tenía. Prefería recordar la numeración, me quedé en la página 123, por ejemplo, aunque luego tuviera que mirar en la 231 y la 132 antes de encontrar el punto exacto, por que entre mis innumerables virtudes estaba la de recordarlo todo de forma fragmentada, como tras una borrachera.

Por ejemplo aquel día, en la ponencia del ciclo de Quiroga. Tú estabas entre el público, te habías sentado en la última fila, y tenías el cuerpo completamente volcado hacia el pasillo librándote de las cabezas que te impedían ver con comodidad la mesa. Cada vez que el moderador preguntaba ¿se oye bien? movías la cabeza levemente y muy rápido de un lado a otro, con un no desolado que no iba a ningún sitio pero que a ti te reconfortaba, de alguna manera. De ese día no recuerdo nada, o mejor, lo recuerdo todo, pero desordenado, hasta el punto que no sé si pasó en esa conferencia o en las que siguieron, en las que te buscaba entre el público para al fin verte atravesar la puerta tarde, despeinada. Creo que fue aquel día cuando, cansada de alongarte tanto, te levantaste, cargada con el bolso el abrigo y tres carpetas, y muy digna caminaste hacia la primera fila, siempre vacía, y te sentaste, tras una leve mirada hacia atrás -lo ven, no pasa nada, yo me siento aquí-. Entonces te pusiste a escucharme con tal dedicación que me sentí como un impostor a punto de ser descubierto.

No puedo recordar tu cara, en aquella imagen, ni lo que llevabas puesto, pero sí que olías a coco, y que me hiciste recordar a aquellos días de mi infancia en los que el sol era una fuente de vitamina a y no una amenaza para la salud, y las chicas se untaban de hawaian tropic antes de tumbarse a hacer top less entre las rocas.

Acto seguido imaginé tus tetas, claro, tus tetas untadas de hawaian tropic entre las rocas, y me puse tan nervioso como cuando intenté probar el consabido truco de imaginar a la gente desnuda para paliar los nervios de hablar en público- si alguien lo duda aún, es inútil, y diría más, contraproducente-.

La culpa es de mi imaginación, tan gráfica.

Tendría unos ocho años cuando lo descubrí. Almorzábamos y era domingo, porque había pollo, y yo peleaba con mi cuchillo romo por sacarle algo aun muslo resbaladizo y al limón, cuando mi hermano Alberto empezó a describir un gato muerto que había encontrado en el solar envuelto en una nube de moscas verdes . Él se fue a su cuarto castigado- “¡a tu habitación!”, un clásico de otra época- y yo comencé a mirar de otra forma a los pollos asados, y al gato. El proceso es sencillo: una imagen plástica, brillante, hiperrealista se clava en mi cerebro , y cuando creo que se ha ido regresa en forma de calambre, sólo un instante, suficiente para provocarme un escalofrío y evitar que coma pollo al limón.

El mal se intensificó con el tiempo, de manera que si un amigo de mis padres contaba que se había mareado en un viaje en barco, y describía brevemente su calvario del camarote al baño durante toda la travesía, yo podía imaginarlo tan claramente que en el momento menos pensado sentía mal de tierra y corría a vomitar; o si, por ejemplo. contaban en la tele cómo un perro mordía a un niño, pasaba a tenerle un miedo irracional a todos los perros, porque sólo con verlos podía sentir sus diéntes destrozándome la pierna. Una maldición.

La verdad es que en aquel momento, viéndote mirarme, completamente entregada, a metro y medio escaso de mí, pensé que podría seducirte - la erótica del escritor, ya se sabe-, te invitaría a un café cuando te acercaras a pedirme una firma, y acabaríamos en un historia de esas que termina contigo olvidándote de mí tras un fundido en negro, como debe ser. Pero no te invité al café, por que no te acercaste, saliste disparada cargada con el armario ropero que llevabas a cuestas según empezaron los aplausos.

Una mujer me mira, está sentada, y me mira desde abajo recordándome a algún animal que no consigo concretar, tal vez a la mezcla de varios. Nunca sé si la gente que me mira en el metro lo hace porque me reconoce o porque tengo la bragueta abierta, pero nunca compruebo la bragueta hasta que salgo del andén, por pura dignidad suicida.

Hubo otra charla, que no fue una charla, fue un curso, y tenía un descanso, no podías escaparte y por fin te pillé. Recuerdo cuando empezaste a hablar, la primera de una larga lista de conversaciones inocuas que realmente me desconcertaban. Era curioso ver moverse esos labios diminutos, en ese cuerpo diminuto y esa cara blanquísima llena de pecas. Querías escribir- cómo no- y me contabas tus historias sobre científicos de la nasa. “Nunca escribas de lo que no sabes” te dije, y un recuerdo vívido, en letra times 8 en el periódico local, me atravesó el pecho mientras disimulabas tu cara de desilusión. “Sólo sabe escribir sobre gente que escribe”, decían. Tuve que sacudir levemente la cabeza para quitarme el recuerdo de encima. Nunca sé si se notan esas cosas, si se notan debo parecer un tipo algo transtornado.

En realidad, me gusta que me miren. Eso es una suerte en esta profesión, porque básicamente el trabajo consiste en eso: te sientas en una mesa elevada delante de un grupo de gente que te mira, mientras el libro que has escrito descansa bajo tus manos sudorosas que lo martillean insistentes. Alguien dirá que entonces tu trabajo fue escribir el libro, y sí, eso sería lo lógico.

Entre mis pensamientos y el restaurante macrobiótico descubro algo dos vagones más allá. Para ser sincero estaba más en mis pensamientos y en la observación metódica de mis compañeros de viaje que en el pobre libro-promesa que sujetaba entre las manos, por eso fue sencillo detectar a través de los vagones la cubierta verde y lima flotando a la altura de mi rodilla. Seguí el rastro, no sin perder la pose, en cualquier momento podía ser descubierto. Pasé entre los pasajeros – perdón, disculpe- sorteando bolsos, carpetas y consolas portátiles, hasta que al fin me encontré frente a la chica que lo sostenía en sus manos, y me senté, justo delante, con mis rodillas a escasos centímetros de las suyas.


Continuará

viernes, 5 de diciembre de 2008

51. Vida familiar

- Amor - voz de broncaconcariño
- Qué
- Yo sé que tú muy ecológica no eres, pero no es bueno que la caldera esté encendida de la mañana a la noche
- No ha estado encendida todo el día- pongo la ropa en el tendero con mala leche
- No, que va
- Pues no
- Bueeeeno
- De verdad que no, la acabo de encender ahora, cuando tú llegaste.
- Yo sólo digo que no es bueno, ni para ti, ni para la caldera, ni para la factura, ni para el planeta.
- Pues vale
- Pero no te enfades
- mmm - la pago con los calcetines empapados
- Haz lo que quieras, sólo es una opinión
- No, no, vale. Pero si tengo frío...
- ¿Te pones un abriguito?
- mmm

Va a ducharse, coloca la toalla, enciende el termo y apaga la calefacción. Luego oigo la puerta del baño, que se cierra.

-¡Pues así más nunca se te va a secar la ropa!

Y escondo la mano

miércoles, 3 de diciembre de 2008

50- Aguafiestas

Era fiesta, o lo parecía, los niños del barrio corrían abajo y arriba por la cuesta y se organizaban en comandos, como si tuvieran entre manos algo de vital importancia, como tirar petardos o echar jabón en la fuente posmoderna de la plaza recién estrenada.

Efectivamente, era fiesta, habían cerrado un locutorio y la calle estaba llena de tablas y trozos de madera, con sus clavos y sus tachas, pero llenas de posibilidades para aquellas cabecillas que corrían desesperadas de arriba abajo en grupos, apropiándose de las tablas antes que el camión de la basura. Cuando salí del portal casi me atropellan, pero tuve que reirme al ver el destino de aquellas maderas llenas de astillas. Al final de la calle los niños tumbaban las tablas sobre la empinada escalera que salvaba la cuesta y se lanzaban sobre ella, aterrizando minutos después en los adoquines de la plaza, donde, magullados y doloridos, seguro, los niños de mi barrio, que son como los de un anuncio de benetton, pero despeinados, se levantaban y volvían a subir la escalera por el otro lado con su tabla a cuestas para volver a lanzarse, de dos en dos en las más grandes, de uno en uno y haciendo carreras sobre las pequeñas.

Era el aguasur.

Tuve que quedarme unos minutos allí parada, contemplando la escena, los niños que aún no habían bajado y oían el barullo por las ventanas salían de sus casas y corrían calle arriba a ver si aún podían apropiarse de algún tablón; los que ya estaban en el juego se chocaban, se daban golpes al caer, y se quemaban los pantalones contra la acera, pero no paraban de reírse.

En esto estábamos, ellos y yo, cuando una señora oriunda de lavapies (pero de lavapiés lavapiés, eh?, que solían enfatizar los oriundos, no te fueras a pensar que vinieron en patera) se quedó, como yo, atónita mirando la escena, poniéndose roja por momentos. Del cabreo.

Les tocaba en ese momento a dos niños, uno, negro tizón, tenía una pequeña deformación en una de las orejas y una cara de trasto que daba hasta miedo. El otro, blanquito y rubio, con tanta cara de bicho como el primero. Cuando se disponían a tirarse escaleras abajo, escucharon, como yo, que el murmullo creciente de improperios de la señora se volvía un mensaje comprensible y venía a decir algo así cómo "qué verguenza, y los que tenemos que bajar por la escalera, ¿qué?, ¿eh? ¿qué?"

El niño-tizón se rió y agarró la tabla con cara de velocidad. El angelito de Velázquez lo agarró del brazo - tiene razón- le dijo- hay que dejar pasar a la señora.
El primero puso cara de avergonzado, retiró la tabla y dejó pasar a la señora. Yo, que me los quería comer a los dos a besos, ya seguía mi camino, reconciliada con el género humano, y pensando en la ironía de los protectores de enchufes de las casas, cuando vi a la oriunda que paraba un momento en el segundo escalón, se acercaba al niño que sujetaba el tablón complaciente y le decía "verás que pierdes la otra oreja"

Entonces empujé a la señora que cayó rodando escaleras abajo, entre aplausos de los transeúntes.

El papel lo aguanta todo ¿no?

49. El mejor amigo del hombre

Dos chicos y una chica, orondos los tres. Llegan juntos, y se coloca cada uno en un mueble. El chico se va hacia atrás y echa un vistazo distraído sobre los libros de misterio; una de las chicas se sitúa en la última mesa de literatura española y comienza a toquetear los libros de Vila Matas y la otra se pone frente a mí y me sonrie. Por un momento parece un atraco.

- Hola, qué tal, era para preguntarte por un libro de Josep Thomas
- Ajá, Josep Tho ¿sabes usted cómo se escribe?¿con th?
- Sí, sí, con th ¿no?
- A ver... no, no hay resultados así
- Prueba con h en Jhosep
- ¿Después de la jota? no pega ¿no? a ver... no, tampoco
- O despues de la p
- No, no hay resultados... ¿Sabe usted el nombre del libro?
- Eh... sí... Eh.... Alberto, ¿cómo era? - la mujer miró a Alberto que tenía la cabeza enterrada entre las páginas de un libro de Stephen King y no le contestó, me miró a mí de nuevo- Era"- murmullo ininteligible- el mejor amigo del hombre"

Escribo en el ordenador "El perro el mejor amigo del hombre", aunque tengo mis dudas

- Ehhh, no hay ningún libro con ese nombre y con un autor parecido
- ¿No? pues... Alberto, ¿no era así? "-murmullo ininteligible- el mejor amigo del hombre"- Alberto asiente sin sacar la cabeza del libro de King, que podía haber estado al revés
- ¿Cómo?
- "El - murmullo otra vez- el mejor amigo del hombre"
- Perdona - sonrío- es que no te entiendo

La chica se ríe, y se acerca a mí, confidente

- El pene, el mejor amigo del hombre
- Ahhh, el pene, sí, así sí, es que es Josep Tomas, así sin hache ni nada- La chica se sonroja, y se ríe como una niña, mientras piensa que lo peor ya pasó -No lo tengo disponible, pero puedo hacer un pedido
-Ajá, un pedido... no sé, es que no somos de aquí...

Entra entonces en juego la segunda chica, la que manosea a Vila Matas, y se acerca un poco, aunque no demasiado, como si pasara por allí, dispuesta a salir corriendo en cualquier momento y jurar que no los conocía de nada, y dice:

- Lo puedes pedir, lo puedes pedir si quieres y yo lo vengo a buscar- eso, valiente ¿y te atreverás a pedirlo en el mostrador?

Ya se giran las dos y miran a Alberto, que es un enorme tomate con patas

- Alberto, ¿qué hacemos? ¿Lo pedimos?, Maruchi dice que ella lo viene a buscar - Y Maruchi mira a Alberto con cara de sí, yo me atrevo, que soy una mujer moderna del siglo XXI

Alberto saca la cabeza roja del libro que podía haber estado al revés, mira a su novia lastimoso y sube los hombros al compás - ¿Sí?- Alberto vuelve a subir los hombros
- Venga, lo pedimos
- Muy bien- y juro que no disfruté con esto- pues acérquense por favor al mostrador central, que es ahí dónde le tienen que hacer el pedido a mis compañeros.

martes, 2 de diciembre de 2008

48. Torturas

- A ver, relaja el cuello, así, uno, dos, tres.... ¡craaaack!
- ¡Agggh!
- ¡Ah! ¿Qué no sabías a lo que venías?

47- Sentido del humor

A eso de las 6 de la tarde de los sábados comienzas a ser un bien escaso, un animalillo útil y en peligro de extinción. Es entonces oyes cosas cómo "¡mira! ¡está ahí" o "¡no dejes que se vaya!" y empiezas a tener una cola de tres o cuatro personas que te siguen por toda la planta, a pesar de que ya les has explicado que deben esperar en la fila que se forma al pie del ordenador, que volverás a buscarles, en términos de "de verdad que vuelvo, lo prometo". Hay gente que no se fía y prefiere acompañarte a buscar El príncipe de Maquiavelo, y luego a Foster Wallace, que está por la W no por la F, y de vuelta al final a por El sí de las niñas. El séquito no es un problema, una se acostumbra, igual que se acostumbra también a no mirar el ordenador, la mayoría de las veces es una pérdida de tiempo, ¿de qué es el libro? ciencia ficción al final de la estantería, infantil al final de la planta, Bolaño aquí detrás lo tengo ¿no quiere llevarse también Los detectives salvajes? mire que 2666 para empezar igual es, qué se yo, un tanto... Pero a veces, el ordenador se vuelve una herramienta imprescindible, porque el cliente o clienta sólo ha traído el autor, o el nombre del libro, o incluso, el argumento.

- Se llama Las memorias de Korn
- Señora no tenemos nada con las memorias de korn en el título ¿korn con k?
- Sí, no sé... prueba con c
- Señora con c tampoco
- Ayyyy... es que me lo han recomendado tanto... Dicen que es muy divertido ¿sabe?
- Será de humor, entonces
- No no no, me dijeron que era de un autor de literatura de verdad
- Ajá, "literatura de verdad" vamos a ver... ¿Señora, sabe usted de qué va el libro?
- Sí, sí, sí, es la historia de un extraterrestre que viene a vivir a Barcelona

En una de estas, llevaba yo ya más de una hora corriendo de aquí para allá con mi séquito que corría tras de mí, intentando hacer las cosas lo más rápido posible, porque la fila del ordenador empezaba a convertirse en escandalosa, Mankell por la M señora, en extranjera, no Ray Loriga está en española, y sólo me queda Trífero, así que tampoco se esfuerce que está en una zona muy mala para agacharse.

Fue entonces que llegó un señor sonriente. Me gusta cuando me sonríen, y me dan las buenas tardes, en vez de hacerme la pregunta sin más como si yo fuera el Google. Después de ser amable conmigo me puso un papelito delante de la cara. Era una hojilla cuadriculada y de anillas y tenía unas anotaciones a lápiz, unas tres líneas. Sin pensar un momento, comencé a escribir en el buscador, en el campo "descripción" y entrecomillado, porque, claro, sería el título exacto, a la vez que repetía cada palabra según la escribía, por mantener el contacto con el cliente, más que nada:


"Mirar si ha salido en tapa blan.."

Miré al hombre y empecé a reir, a carcajadas. Él también rió, sólo un momento, casi por cortesía, y del resto de la fila, alguno rió sinceramente, otros me miraban acusadores, se habrá creído ésta que tenemos tiempo para reirnos. Yo no paraba, reía como se llora, sin consuelo, sin poder aplacar las carcajadas estruendosas, embarazosas casi.

Me habría tirado al suelo, a revolcarme de risa sobre la moqueta, si no fuera porque la cola me instigaba, y riéndome como estaba le busqué al señor su libro, que no había salido en tapa blanda, y entre carcajadas fui a buscar
El Príncipe de Maquiavelo, y Gomorra de bolsillo, y un libro que hable de Copérnico pero que no sea un rollo por favor, mientras me limpiaba las lágrimas de risa que me caían por las mejillas, con la única compañía de la señora que se llevaba bajo el brazo Sin noticias de Gurb y a la que se oía bajar por las escaleras muerta de risa, repitiendo a pleno grito:

- ¡Las memorias de Koooorn! ¡Jajajajajajajajaja!




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