-Piratas- repetiste, mientras me clavabas tu mirada nerviosa y te mantenías aferrado a la cuchara sumergida en la crema color mascarilla, como tomando tierra.
No me había quedado como la del libro. Y eso que hasta la había ensayado, aquella noche que vino a cenar Marina, y me había quedado tan buena, pero ahora mira, sólo servía para que tú anclaras dentro el firme propósito de repetir la misma palabra hasta que yo reaccionara.
Yo ya te había oído la primera vez, por supuesto. Y también Quique, que ya había tirado la cuchara dentro del plato, salpicando de puntitos verdes todo el mantel, y corría alrededor de tu silla exitado, tirándote de las mangas
- ¿Piratas? ¿Y cómo son, Papá? ¿cómo son?
Musité tímidamente el nombre de mi hijo, alargando levemente la última e, para que notara mi impaciencia, mientras me deleitaba en el frufru que hacían mis medias al acariciar mis piernas la una con la otra con un acompasado movimiento de tobillos.
- ¿No me dices nada? - insististe, sin soltar la cuchara ni desviar la vista.
Otra vez habías envejecido.
Habías vuelto con la piel morena y ajada, cada vez más ajada, y me habías encontrado más vieja, a pesar de mis maquillajes, de mis cremas, de mis medias que sólo salían del armario de seis en seis meses.
Me había acostumbrado a la ausencia, sinceramente debo decir que incluso me gustaba preparar tu regreso, escribirte cartas, como una adolescente, inventarme un padre para Quique que eras tú, eras en todo tú, pero eras mejor que tú porque durante seis meses al año sólo podías equivocarte la mitad de las veces.
Sin embargo, cada vez que cruzabas la puerta, cargado y exhausto, podía ver el paso del tiempo en tu cara. Si hubiera podido pedirte que renunciaras, lo habría hecho solamente para poder envejecer tranquila, en la silenciosa conformidad del paso de los días, sin darme cuenta, sin verte descubrir las marcas del tiempo en mi cuerpo, a medida que avanzabas sobre él, como los baches de una carretera desconocida.
- ¿Y llevan parches? ¿banderas negras?… Papá ¿tienen espadas?
Había perdido el miedo. El miedo a lo que podía pasarte, a que un día no quisieras regresar, o no pudiéramos reconocernos. Perder el miedo no siempre es buena señal. Por eso, mientras me contabas todos los detalles de los piratas somalíes, tranquilizándome -no va a pasar nada, imagínate lo que sería, un conflicto internacional…- llené la cuchara de mascarilla de pepino y me la metí en la boca, sin responder. Estaba asquerosa.
Aquella mañana de la mitad del año que iba en chándal cogí el teléfono sabiendo que eras tú. Con las piernas temblorosas hice cola en la primera ventanilla de información a la que se me ocurrió acudir. El funcionario abrió mucho los ojos antes de preguntar.
- ¿Piratas?
Si hubiera podido me habría tirado de la manga.
Hace 6 meses
3 comentarios:
muy muuuuuuuuuuuuuuuuuuy bien, seila (del mar)
del mar
y de las idas y venidas por Lavapiés
de las reuniones viernes tarde
y de las risas sobre moda y vida cotidiana
de las fotografías y los power point de mujeres
seila de madrid, y sobre todo seila de ultramar (volcanes, playas de arena negra, carnaval, gofio y noches de San Juan)
Digo yo...
ah
no sabía que el texto iba sobre Seila, para mí que tenía que ver con los pescadores que fueron abordados por unos piratas somalíes
no me entero de nada
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