lunes, 9 de marzo de 2009

Cero

Lo de las sesiones de meditación había sido idea de María, que estaba harta de no poder dormir conmigo cuando se quedaba en casa. A mí todo aquello me parecía una soberana estupidez. El centro tenía un nombre impronunciable que, según me contaron, significaba “el flujo liberador” en algún idioma inventado. Empezaron por enseñarme las nociones básicas de relajación.

- Soy consciente del espacio que ocupa el dedo pulgar de mi pie derecho, y si noto alguna tensión la voy a dejar fluir…

Era instantáneo, pensar en el dedo gordo de mi pie derecho y que empezara a picarme como si se fuera a caer a cachos. Tenía que sacar los pies de las babuchas blancas de tela y rascarme disimuladamente, bajo la mirada acusadora de una gran variedad de señores encorbatados en bata blanca. Hasta en bata blanca se les veía la corbata.

- Hermano Alejandro –decía la voz mantenida, impertérrita del maestro– debes dejarte fluir ¿qué te ocurre?
- Me pica. El dedo…
- Hermano Alejandro –repetía, ahora autoritaria– debes dejar fluir ese picor, debes asumir esa sensación y dejarla que Sea sin más condicionantes, dejar que tu cuerpo hable. Todos juntos: “Soy consciente del espacio que ocupa mi nalga derecha, y si noto alguna tensión...”

El maestro también atendía a cada hermano individualmente, y yo le había contado, por encima, lo de mi insomnio.

- No puedo dormir.
- Ajá– el maestro, que se llamaba Carlos, según vi en la hoja de inscripción, me miraba expectante. Era feo, demasiado feo para no levantar sospechas.
- No puedo dormir. Sólo eso.
- Nunca es sólo eso– su cara de complacencia era tal que uno nunca sabía si estaba tocado por la divinidad o simplemente era gilipollas. –¿Ansiedad?
- No, sólo que no duermo.
- Bueno, busquemos entonces alguna solución parcial hasta que podamos tocar las teclas adecuadas.
- ¿Qué teclas?– La pregunta llegó demasiado tarde; el maestro, pulcramente ataviado con su toga color crudo atada con un cordón dorado a la cintura, ya había depositado sobre la mesa una caja de trastos, de la que extrajo con orquestada parsimonia una serie de cartulinas blancas. En cada cartulina estaba escrito un número en negro, letra de molde. Colocó frente a mí la cartulina correspondiente al número 100.
- ¿Qué te sugiere, Hermano?– Me vi a mí mismo por un instante, con aquella bata blanca, blanquísima, las babuchas a medio quitar. Parecía que acababa de salir de la ducha. Me pregunté entonces por qué la indumentaria del maestro era crema, y no blanca, y supuse que para que hiciera juego con el cordón dorado. –¿Hermano?
- Eh, no sé...
- 100– el maestro respiró hondo –significa la totalidad, el todo. El primer número completo.
- Ajá.
- Así que quiero que observes en esta cartulina la totalidad, la totalidad de tu vida, tus problemas, todo lo que te preocupa– El maestro guardó silencio un minuto, respetando mi supuesta concentración. –Y ahora– dijo, retirando lentamente la cartulina de la totalidad y dejando al descubierto un bonito 99 en letra de molde– quiero que te despojes de ellos, a medida que yo cambie los números, que los dejes fluir.
- Como el picor.
- Sí, como el picor –dijo, satisfecho– al fin y al cabo estas ansiedades también son eso, ¿no? Picores.
- Yo no tengo ansiedad. Sólo insomnio–. Odiaba las metáforas. Y más si se referían a mi vida.
- En cualquier caso –contestó, como si no me hubiera escuchado– debes repetir esta operación, mentalmente, cada noche–. Asentí respetuoso, y asistí al ritual obediente, pero no tuve ninguna revelación. Al acabar, el hermano - maestro o lo que fuera se alongó en la mesa y me tomó del brazo. –Hermano Alejandro, si consigues contactar contigo mismo, si realmente tienes fe, esto puede cambiar tu vida–. Le olía el aliento a pepino.

Me mandó a casa con las instrucciones en una libretita y un cd de música de delfines. La misma música que, por la noche, sonaría en mi cuarto mientras yo, harto de dar vueltas y vueltas en la cama, me hacía consciente de cómo me picaban todos las partes del cuerpo en las que pensaba. Una vez asumí el espacio que ocupaba en la cama el último pelo de mi sobaco, comencé a visualizar el número 100. La totalidad de mi vida estaba tras una puerta de mi mente, amontonada, aporreando, y yo no estaba seguro de querer abrirla. “Voy a dejarme fluir”– pensé, en un acto insólito de fe. Y eso hice.

(99) Allí no pasaba nada. (98) Aquello parecía tan absurdo como en presencia del jarecrisna posmoderno. (97) De pronto María entró en la habitación y se sentó a oscuras en la cama. (96) María no podía estar en la habitación porque acababa de hablar con ella y estaba en su casa, (95) en la cama, y con voz de dormida. (94) Además, María no tenía llaves de mi casa. (93) A ambos nos parecía demasiado pronto para eso. (92) Sin embargo el culo de María parecía estar levemente apoyado en mi pierna izquierda. (90) “¿María?” (90) “¿Qué haces aquí?” (89) “Alejandro, en realidad yo no sé lo que quiero...” (88) No parecía oírme (87) “o si te quiero, yo... necesito tiempo” (86) “¿Qué?” (84) “Además, el otro día… ¿Te acuerdas de Moisés?” (83) Un fuerte golpe interrumpió su discurso (82) “¿Quién anda ahí?” (81) Estaban dentro, (80) podía sentirlos caminar por el pasillo. (79) Estaban dentro y habían entrado por la ventana del salón, (78) siempre supe que tenía que haber hecho algo con esa ventana. (77) Pude ver dos sombras avanzando por el pasillo (76) “¡Quién anda ahí!” (75) Una tercera sombra entró en la habitación (74) “Perea, ¿ha traído el informe de cuentas?” (73) Si María no podía tener el culo apoyado en mi brazo en ese momento, mi jefe no podía estar hablándome de pie junto al cabecero de la cama, (72) sin embargo, insistió: (71) “Perea, ¡conteste!” (70) “Estoy harto de sus desplantes” (69) “Le veré en mi despacho” (68) Las sombras de los ladrones se habían metido en la cocina, arrastraban muebles y revolvían gavetas. (67) Me di cuenta de lo fácil que sería para ellos acabar conmigo, (66) y supe que si no lo hacían era porque tampoco estaban allí, (65) aunque ahora los viera arrastrar la nevera hasta la puerta de la entrada. (64) Decidí quedarme muy quieto, (63) muy quieto y muy callado, (62) no emitir juicios, no pensar, (61) dejar que todo pasara (60) concentrándome sólo en mi cuenta atrás (59) en la totalidad que se diluía. (58) A medida que imaginaba números (57) la habitación se llenaba de personas, (56) y mi casa se vaciaba de objetos. (55) Yo sabía que no debía hacer nada, (54) sólo dejarlo fluir. (53) “Alejandro, de verdad lo siento” (52) “no eres tú, soy yo” (51) “Pase, Sr Perea” (50) “Lo siento mucho” (49) “Los resultados de sus análisis son determinantes” (48) “Ale” (47) “Ha venido Moisés” (46) “quiere hablar contigo” (45) “Perea, firme aquí” (44) “Tío, ya sabes cómo son estas cosas” (43) “En cobros le entregarán un cheque con su finiquito” (42) “Es algo tan inesperado… El amor digo” (41) “No te lo tomes como algo personal” (40) “Ale, no te cabrees, pero le he dicho a Luisa que le gustas” (39) “A ella le gusta Pablo, el de 2º C” (38) “El de la moto” (37) “Además dice que le dan asco tus granos” (36) “Perea, a la pizarra” (35) “Definitivamente al niño hay que ponerle aparatos, señora” (34) “¿Cuánto es la raíz cuadrada de 768?” (33) “Mamá, ¿has visto a Calcetines?” (32) “¿Calcetines?” (31) “¡¡Calcetines!!”

Cuando abrí los ojos empezaba a amanecer.
Lo último que recuerdo es el gato muerto y escuchar a los ladrones imaginarios cargando el home cinema en el ascensor, ambientados por el mar y los delfines.
Había sido muy cansado, estaba empapado en sudor, pero sentía una paz que no pensé que fuera a alcanzar nunca. Permanecí en la cama unos minutos, disfrutando de aquella sensación. Cerré los ojos un momento, para asegurarme. Nada.
Se habían ido para siempre.
Me incorporé.
Realmente algo se había purificado dentro de mí.
Noté enseguida el eco de mis pasos en la casa. Sonaba diferente. Pensé que era la paz, lo liviano que me sentía. Entré en el salón. Estaba desierto. Bajo mis pies, las marcas en el parqué de arrastrar el sillón. Pensé que todavía estaba soñando, que aquello no se había acabado. Me acerqué y toqué el polvo que había donde antes estuvo mi tele de plasma. Parecía bastante real.
En el suelo de la cocina, al lado de alguna pieza de pasta a medio hacer que habría debajo de la nevera, había una nota, unas llaves y una especie de tela.
“Enhorabuena, Hermano Alejandro. Has pasado al siguiente nivel.”
No habían dejado ni el cuchillo de jamón.
Recogí las llaves, y me anudé concienzudamente la bata color crema a la cintura con el cordón dorado.
Salí a la calle.

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