Derramó su mirada por entre los libros del primer puesto, que era el último, el más cercano a la avenida grande. Los miró sin fijarse en ninguno en concreto, esperando que alguno de los títulos se levantara del lomo y le hiciera señales. Avanzaba por el puesto a contracorriente sin atender demasiado a los empujones y las caras de desprecio, aunque pareció reaccionar ante la carraspera de un señor bajito que le recordó, lúcidamente, a la primera tos que recibió al quedarse quieta en la parte izquierda de las escaleras del metro. Dio dos pasos atrás, resignada, y se quedó un minuto observando como la ordenada masa de compradores potenciales se abalanzaba sobre el mostrador del puesto 72, eso sí, en perfecta sintonía.
Se puso a la cola de la caseta por el lado correcto y continuó con su mirada distraída sobre los libros, sin soltar su monedero dentro del bolsillo de la chaqueta, dónde guardaba los 50 euros que desde hacía una semana estaban esperando que empezara la feria para comprarse libros viejos sobre cosas extrañas, manuales de plantas medicinales y afrodisíacas o antologías de poemas con anotaciones en los márgenes y dedicatorias de amor en la primera página. Aún tenía en la mesilla aquel ejemplar amarillento de Trilce con una breve acotación al principio “A Mariela”. Le faltaban algunas páginas y tenía manchas de café, subrayados y anotaciones crípticas por todas partes. Pero aquello… “A Mariela” ¿Cuántas personas podrían llamarse Mariela? No es en absoluto común, sí lo es Marieta, o Marisa, pero Mariela, Mariela, era ella, Maria Elena Fernández Díaz, y la misteriosa destinataria del libro de Vallejo, la Mariela que tomaba café y escribía en los márgenes con bolígrafo negro.
Avanzando en la fila, observando vagamente los libros entre las manos de los mirones que los zarandeaban, buscaban fechas, marcas de primeras ediciones, valores de coleccionista en los ejemplares, se dio cuenta de que sólo se detenía en los libros de cubierta roja. Trató de evitarlo, empezó a buscar libros azules, blancos o verdes, colecciones en ocre o en negro mate. Pronto se resignó. Era una señal, sin duda. Sus manos pasaron a la acción, y olvidando el monedero y el bolsillo de la chaqueta empezaron a toquetear todos los libros rojos de aquel puesto, y luego del siguiente, y del otro buscando quién sabía que, desde luego no ella, que se convirtió de pronto en una de esas viandantes tísicas que carraspeaba para adelantar puestos en la búsqueda feroz de las cubiertas rojas. Manoseó libros de cocina, manuales de literatura, novelas rosa, jardinería, fotografía, y de pronto lo entendió todo. El libro rojo de Gerard Melié ¿Cómo no se había dado cuenta? El mismo libro que un tipo enorme con barba negra, ojos negros y camisa azul sujetaba en sus manos mientras buscaba vete a saber qué entre sus páginas. Era ese, ¡tenía que ser ese! Era rojo, rojísimo, y recordaba haber oído algo sobre él en algún lugar, era un manual muy interesante sobre algo anómalo, fantástico, justo lo que ella buscaba. Seguro tendría anotaciones de alguien que supiera mucho, mucho de ese tema tan interesante y necesario para su aprendizaje personal “Maria Elena Fernández Díaz, experta en (seguro tendría un nombre esdrújulo esa disciplina tan fantástica) se lo debe todo a un ejemplar del libro rojo de Gerard Melié que encontró en un puesto de viejo, una tarde de abril”. Tenía que ser suyo. Se puso de puntillas e intentó arrebatarle el libro a aquel señor enorme que la observaba con curiosidad, casi con simpatía, pero sin soltarlo. Probó pellizcándole la barriga, con lo que el hombre se retorció y ella aprovechó para tirarle del pelo de la barba. El librero intentó poner orden mientras todos los compradores potenciales se ordenaban armoniosamente en un círculo de curiosos. Entonces el señor enorme de barba y ojos negros se estiró su camisa azul y le entregó el libro condescendiente, “Tranquila, sólo lo hojeaba” añadió, y mientras ella se aferraba con fuerza al enorme libro rojo, él se dirigió al tendero que lo miraba agradecido. “La verdad que quería hacerle una consulta personal, busco un libro en concreto” dijo a la mirada entregada del librero, mientras el coro de curiosos se disolvía pacíficamente y ella se llevaba orgullosa su libro rojo, aunque de cerca no parecía tan interesante. “Sé que lo vendieron de segunda mano hace años… Es un ejemplar de Trilce”
Se puso a la cola de la caseta por el lado correcto y continuó con su mirada distraída sobre los libros, sin soltar su monedero dentro del bolsillo de la chaqueta, dónde guardaba los 50 euros que desde hacía una semana estaban esperando que empezara la feria para comprarse libros viejos sobre cosas extrañas, manuales de plantas medicinales y afrodisíacas o antologías de poemas con anotaciones en los márgenes y dedicatorias de amor en la primera página. Aún tenía en la mesilla aquel ejemplar amarillento de Trilce con una breve acotación al principio “A Mariela”. Le faltaban algunas páginas y tenía manchas de café, subrayados y anotaciones crípticas por todas partes. Pero aquello… “A Mariela” ¿Cuántas personas podrían llamarse Mariela? No es en absoluto común, sí lo es Marieta, o Marisa, pero Mariela, Mariela, era ella, Maria Elena Fernández Díaz, y la misteriosa destinataria del libro de Vallejo, la Mariela que tomaba café y escribía en los márgenes con bolígrafo negro.
Avanzando en la fila, observando vagamente los libros entre las manos de los mirones que los zarandeaban, buscaban fechas, marcas de primeras ediciones, valores de coleccionista en los ejemplares, se dio cuenta de que sólo se detenía en los libros de cubierta roja. Trató de evitarlo, empezó a buscar libros azules, blancos o verdes, colecciones en ocre o en negro mate. Pronto se resignó. Era una señal, sin duda. Sus manos pasaron a la acción, y olvidando el monedero y el bolsillo de la chaqueta empezaron a toquetear todos los libros rojos de aquel puesto, y luego del siguiente, y del otro buscando quién sabía que, desde luego no ella, que se convirtió de pronto en una de esas viandantes tísicas que carraspeaba para adelantar puestos en la búsqueda feroz de las cubiertas rojas. Manoseó libros de cocina, manuales de literatura, novelas rosa, jardinería, fotografía, y de pronto lo entendió todo. El libro rojo de Gerard Melié ¿Cómo no se había dado cuenta? El mismo libro que un tipo enorme con barba negra, ojos negros y camisa azul sujetaba en sus manos mientras buscaba vete a saber qué entre sus páginas. Era ese, ¡tenía que ser ese! Era rojo, rojísimo, y recordaba haber oído algo sobre él en algún lugar, era un manual muy interesante sobre algo anómalo, fantástico, justo lo que ella buscaba. Seguro tendría anotaciones de alguien que supiera mucho, mucho de ese tema tan interesante y necesario para su aprendizaje personal “Maria Elena Fernández Díaz, experta en (seguro tendría un nombre esdrújulo esa disciplina tan fantástica) se lo debe todo a un ejemplar del libro rojo de Gerard Melié que encontró en un puesto de viejo, una tarde de abril”. Tenía que ser suyo. Se puso de puntillas e intentó arrebatarle el libro a aquel señor enorme que la observaba con curiosidad, casi con simpatía, pero sin soltarlo. Probó pellizcándole la barriga, con lo que el hombre se retorció y ella aprovechó para tirarle del pelo de la barba. El librero intentó poner orden mientras todos los compradores potenciales se ordenaban armoniosamente en un círculo de curiosos. Entonces el señor enorme de barba y ojos negros se estiró su camisa azul y le entregó el libro condescendiente, “Tranquila, sólo lo hojeaba” añadió, y mientras ella se aferraba con fuerza al enorme libro rojo, él se dirigió al tendero que lo miraba agradecido. “La verdad que quería hacerle una consulta personal, busco un libro en concreto” dijo a la mirada entregada del librero, mientras el coro de curiosos se disolvía pacíficamente y ella se llevaba orgullosa su libro rojo, aunque de cerca no parecía tan interesante. “Sé que lo vendieron de segunda mano hace años… Es un ejemplar de Trilce”