La calle se desperezaba lentamente, la tiendita de comidas levantaba la reja y los carniceros salían de la cafetería ya con el delantal puesto, el delantal, con aquellas marcas de sangre perennes, que llevaban con tanta naturalidad, pero que tan antinatural resultaba fuera de los límites de su negocio. Lo miró todo con cierta nostalgia, el parque, los bancos de piedra, y sobre todo el callejón que se doblaba sobre sí mismo, esperando, quién sabe, una sorpresa de última hora. Aunque se empeñaba en negarlo, aunque se había encargado de tranquilizar a sus amigos y advertir, absurdo y apocalíptico, a sus enemigos, que volvería, algo en su propia manera de ver las cosas esa mañana le recordaba que el viaje era definitivo. Ella fue la primera y única persona que apareció en el callejón, como si naciera de él, como si hubiera estado agazapada esperando para sorprenderle.
Caminaba despacio, pero decidida, y lo primero que él vio fueron sus zapatos brillantes color granate, que en la distancia le parecieron negros. Era una chica alta, delgada, mayor de lo que aparentaba, y vestía una falda corta con algo de vuelo, que parecía un tutú, y unas medias negras y tupidas. Llevaba, puesta también, la cara de frío, a pesar del abrigo verde que se inflaba sobre su torso. Cuando llegó al banco de piedra del parque, desplegó un periódico, que parecía haber esperado en su bolso una misión desesperada como aquella, y se sentó sobre él sin miramientos. Estaba de punta en blanco, fresca, como recién duchada. Parecería que acababa de levantarse, desayunar y arreglarse para ir a sentarse en ese banco, si no fuera por la carrera casi imperceptible que le hacía la media en el tobillo. La miró a los ojos y supo que la conocía, y, aunque no habría podido asegurar que ella estuviera ahí por él, pensó que tal vez él si estaba ahí por ella, y se acomodó sobre su pared mojada para disfrutar de su último regalo.
Sus piernas, hoy negras y de algodón, se cruzaban bajo el tutú y dejaban a sus manos blanquísimas todo el protagonismo. Miraba despistada el tacón medio despegado de su zapato granate, y parecía estar esperando una foto, o un retrato, tan inmersa en sus pensamientos, moviendo el tobillo y observando el tacón. Es un Degás, pensó él, que de pronto la imaginó de rosa, atándose las bailarinas, doblando como una rama su cuerpo finísimo, no el de ahora, sino el que tenía entonces, aquel que la hacía parecer una niña, a sus 25 años. Era ya tarde para ir a darle un abrazo, cuánto tiempo. Era tarde para que ella se hiciera la sorprendida. Ya ambos se habían observado despacio, ella de hito en hito mientras acariaba el tacón roto. Él, como si asistiera a un pase privado de cine veraniego. Ya se habían reconocido sin sorpresa, como quién descubre algo que siempre estuvo ahí, y aunque no podían saber quién era el otro, después de tantos años, el pasado les otorgó el don de la perspectiva. Él pensó que era una pena lo del baile, pero que las curvas que adivinaba bajo el abrigo verde habían hecho su belleza tridimensional. Luego se vio a sí mismo como ella lo vería en ese momento, adhiríendose lentamente a la pared, y sintió pena y alivio por no poder explicárselo.
El camión de la pescadería interrumpió el encuentro silencioso. Un perro se lanzó a saludarlos aprovechando que su dueño andaba medio dormido, unos metros más atrás. Ella se sintió violenta, allí sentada, observando a aquel hombre que no parecía de fiar, mientras la gente pasaba entre los escasos tres metros que les separaban. Así que se levantó, lo miró de nuevo, con una media sonrisa, y remontó la calle, como los peces, pasándole muy cerca. Él, empapado hasta los huesos, se despegó con cuidado, y se escurrió, calle abajo, por última vez.