Descalificó rápidamente a todos esos tan peludos que engordan sobre cojines de terciopelo, con pelajes de colores imposibles, con cara de rancio abolengo y ropa de persona. Consideró, no obstante, a esas pequeñas bolitas de pelo amarillas como aquel que un día conoció en la sala de espera del veterinario, y aquel, que no conocía pero que le habían dicho que era de algodón rosa, como el de las ferias. Dió un largo vistazo a todos los gatos porteños que había conocido, los que se le acercaban, confianzudos, en los bancos del botánico, los que vivían alimentados por los vecinos en el glamuroso barrio en el que se hospedaba, los que cuando caía la noche tomaban las estatuas y los parques, las marquesinas, los volados de los edificios, las escaleras del subte cerrado, y se quedaban quietos, observándote pasar, organizados, en un secreto homenaje a hitchcock. Valoró también los de patalavaca, que hablaban aleman, y los gatos romanos, que no conocía pero sabía que dormían entre las ruinas, soberanos, y que tenían largos pelos en las orejas, como los linces. Hasta ahí no hubo duda, pero tuvo sus vacilaciones al recordar los gatos amigos, y aquella gris y blanca tan linda que tuvo de chica, y que fue la primera. A esas alturas, los participantes ya campaban a sus anchas por la casa (ya que, al ser domingo, la pereza le impidió buscar otro escenario) colgándose de las cortinas, arañando los sillones, y meando el parqué. Cuando vió entrar la pantera por la ventana del baño no le quedó otro remedio que abandonar su duermevela, despertar a la negra, que ronroneaba sobre su tripa, y llevársela, colgando de su brazo como un gato de trapo, feliz e ignorante de su premio internacional.
Hace 6 meses
2 comentarios:
mi estrellitaaaaaaa!!! qué derroche en un animal
"Colgando de su brazo como un gato de trapo", al más puro estilo Calvin y Hobbes. Se te olvidó Julio. Me gustaron, nena.
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