Era fiesta, o lo parecía, los niños del barrio corrían abajo y arriba por la cuesta y se organizaban en comandos, como si tuvieran entre manos algo de vital importancia, como tirar petardos o echar jabón en la fuente posmoderna de la plaza recién estrenada.
Efectivamente, era fiesta, habían cerrado un locutorio y la calle estaba llena de tablas y trozos de madera, con sus clavos y sus tachas, pero llenas de posibilidades para aquellas cabecillas que corrían desesperadas de arriba abajo en grupos, apropiándose de las tablas antes que el camión de la basura. Cuando salí del portal casi me atropellan, pero tuve que reirme al ver el destino de aquellas maderas llenas de astillas. Al final de la calle los niños tumbaban las tablas sobre la empinada escalera que salvaba la cuesta y se lanzaban sobre ella, aterrizando minutos después en los adoquines de la plaza, donde, magullados y doloridos, seguro, los niños de mi barrio, que son como los de un anuncio de benetton, pero despeinados, se levantaban y volvían a subir la escalera por el otro lado con su tabla a cuestas para volver a lanzarse, de dos en dos en las más grandes, de uno en uno y haciendo carreras sobre las pequeñas.
Efectivamente, era fiesta, habían cerrado un locutorio y la calle estaba llena de tablas y trozos de madera, con sus clavos y sus tachas, pero llenas de posibilidades para aquellas cabecillas que corrían desesperadas de arriba abajo en grupos, apropiándose de las tablas antes que el camión de la basura. Cuando salí del portal casi me atropellan, pero tuve que reirme al ver el destino de aquellas maderas llenas de astillas. Al final de la calle los niños tumbaban las tablas sobre la empinada escalera que salvaba la cuesta y se lanzaban sobre ella, aterrizando minutos después en los adoquines de la plaza, donde, magullados y doloridos, seguro, los niños de mi barrio, que son como los de un anuncio de benetton, pero despeinados, se levantaban y volvían a subir la escalera por el otro lado con su tabla a cuestas para volver a lanzarse, de dos en dos en las más grandes, de uno en uno y haciendo carreras sobre las pequeñas.
Era el aguasur.
Tuve que quedarme unos minutos allí parada, contemplando la escena, los niños que aún no habían bajado y oían el barullo por las ventanas salían de sus casas y corrían calle arriba a ver si aún podían apropiarse de algún tablón; los que ya estaban en el juego se chocaban, se daban golpes al caer, y se quemaban los pantalones contra la acera, pero no paraban de reírse.
En esto estábamos, ellos y yo, cuando una señora oriunda de lavapies (pero de lavapiés lavapiés, eh?, que solían enfatizar los oriundos, no te fueras a pensar que vinieron en patera) se quedó, como yo, atónita mirando la escena, poniéndose roja por momentos. Del cabreo.
Les tocaba en ese momento a dos niños, uno, negro tizón, tenía una pequeña deformación en una de las orejas y una cara de trasto que daba hasta miedo. El otro, blanquito y rubio, con tanta cara de bicho como el primero. Cuando se disponían a tirarse escaleras abajo, escucharon, como yo, que el murmullo creciente de improperios de la señora se volvía un mensaje comprensible y venía a decir algo así cómo "qué verguenza, y los que tenemos que bajar por la escalera, ¿qué?, ¿eh? ¿qué?"
El niño-tizón se rió y agarró la tabla con cara de velocidad. El angelito de Velázquez lo agarró del brazo - tiene razón- le dijo- hay que dejar pasar a la señora.
El primero puso cara de avergonzado, retiró la tabla y dejó pasar a la señora. Yo, que me los quería comer a los dos a besos, ya seguía mi camino, reconciliada con el género humano, y pensando en la ironía de los protectores de enchufes de las casas, cuando vi a la oriunda que paraba un momento en el segundo escalón, se acercaba al niño que sujetaba el tablón complaciente y le decía "verás que pierdes la otra oreja"
Entonces empujé a la señora que cayó rodando escaleras abajo, entre aplausos de los transeúntes.
El papel lo aguanta todo ¿no?
Les tocaba en ese momento a dos niños, uno, negro tizón, tenía una pequeña deformación en una de las orejas y una cara de trasto que daba hasta miedo. El otro, blanquito y rubio, con tanta cara de bicho como el primero. Cuando se disponían a tirarse escaleras abajo, escucharon, como yo, que el murmullo creciente de improperios de la señora se volvía un mensaje comprensible y venía a decir algo así cómo "qué verguenza, y los que tenemos que bajar por la escalera, ¿qué?, ¿eh? ¿qué?"
El niño-tizón se rió y agarró la tabla con cara de velocidad. El angelito de Velázquez lo agarró del brazo - tiene razón- le dijo- hay que dejar pasar a la señora.
El primero puso cara de avergonzado, retiró la tabla y dejó pasar a la señora. Yo, que me los quería comer a los dos a besos, ya seguía mi camino, reconciliada con el género humano, y pensando en la ironía de los protectores de enchufes de las casas, cuando vi a la oriunda que paraba un momento en el segundo escalón, se acercaba al niño que sujetaba el tablón complaciente y le decía "verás que pierdes la otra oreja"
Entonces empujé a la señora que cayó rodando escaleras abajo, entre aplausos de los transeúntes.
El papel lo aguanta todo ¿no?
7 comentarios:
Y se rompió las gafas, la dentadura y el alma.
Ah, no, que alma no tenía.
jajaja. Miga. Bravo.
Me encanta tu blog!!
es como la vida misma, lo acabo de descubrir
¡Gracias!
Es como mi vida misma, al menos...
Aunque esto es competencia del Monín me permito soltarte El piropo que esperabas:
!Ya eres mas lavapesiera que el Lichis!
jajajaja ...vengo vengo vengo de lavapiés...
"la señora rodó y rodó y al ño-tizón le creció la oreja." bravo 6!
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