miércoles, 24 de noviembre de 2010

La isla del tesoro

El problema son siempre las espectativas.
Si uno espera que salga un ratón de la chistera, el conejo blanco es un acontecimiento.
Pero, ah, si esperábamos el número de la caja de cuchillos.

Yo nunca he sido partidaria, sin embargo, de ajustar mis espectativas. Creo que es una teoría que a veces se acerca peligrosamente al conformismo, a la resignación cristiana. Yo espero siempre un unicornio saliendo de un bombín entre fuegos artificiales, y después, ante el -tan obvio y absurdo- conejo blanco, lloro, pataleo, y ya, si eso, negocio con mis frustraciones.

No obstante en este caso venía, o creía que venía, bastante preparada.

Cuando me dijeron que pasaría más tiempo en la isla del habitual, me puse loca de contenta. Cuando me di cuenta que viviría un poco aquí y un poco allá y, por tanto, en los dos sitios y en ninguno, me dio pavor.

En cualquier caso, pensé, si tengo un piso que me guste, un buen espacio donde vivir cuando esté aquí -un búnker, un escondite, una casa en el árbol- todo será más fácil.

Quién me iba a decir a mí que todas las casas serían demasiado pequeñas o demasiado grandes, estaban demasiado lejos, o demasiado cerca, muchos escalones, los muebles muy viejos, mucho ruido en la calle, ni un alma en el barrio, en este patio no cabe un gato, ni un conejo y mucho menos mi unicornio en su bombín.

Menos mal que hoy, al borde de la desesperación, caminé hacia la playa, me descalcé y metí mis frustraciones en el agua. Mejor. Mucho mejor.




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