viernes, 5 de abril de 2013

Una de vaqueros (reloaded)

En la sala de espera apenas seis personas aguardan que se abra la puerta de la consulta número cinco. Suena el picaporte y todos miran el vano. La bata blanca asoma, una pequeña señal con la cabeza, y el siguiente, que sabe que lo es, entra en la habitación, cerrando la puerta tras de sí.Una mujer, tiene una minifalda vaquera, unas medias de rejilla, unas botas con pelo sintético en el borde superior. No tiene edad para la minifalda, aunque quién sabe. Su cara dice que está cansada y que lo disimula. Su cuerpo permanece prundente, replegado sobre sí mismo.
A su lado, un hombre. Pantalones y camisa abierta hasta el tercer botón, cadena y cruz de oro, botas de la misma tienda de las de ella, tal vez por una oferta lleva dos y paga una y media.
De rejilla.
Están juntos, se nota, aunque cada uno respete escrupulosamente el espacio vital del otro. Se nota por la complicidad prudente, silenciosa. De pronto un niño entra en la escena, sube las escaleras corriendo, y corriendo llega hasta donde está el hombre, frenándose justo al final y cambiando la expresión cuando ve que la mujer le acompaña. Saluda al hombre, con un beso, sin dejar de mirarla. Luego saluda a la mujer, con un beso que ella alarga en una atrevida efusión sobre la pequeña mejilla, pero que corta en cuanto nota la resistencia corporal del pequeño. Este, una vez libre, se apresura a sentarse lejos, frente al hombre, en silencio y sin dejar de mirarla.

- Estás colorado, ¿Estuviste corriendo?
- Sí
- ¿Sí? ¿A qué jugaste?
- Al fútbol
- Qué bien
- Sí

La conversación es entre ellos. Mientras, la mujer permanece en silencio, con una sonrisa complaciente. El niño contesta a su padre sin dejar de mirarla, de reojo. Ella, incómoda, mira para otro lado, se coloca las medias, me mira a mí, me sonríe, mira la puerta cerrada y otra vez a mí, y cuando vuelve a la escena allí sigue la mirada, clavada sobre ella.

- ¿Tienes tareas para mañana?
- Sí
- ¿Qué tienes que hacer?

El niño abre la mochila azul, saca un libro forrado del Barco de Vapor y se lo da a su padre.

- ¿Todo esto te tienes que leer?
- No, sólo un poco
- ¿Hasta dónde? - Dice el padre, con el libro abierto en sus manos, sin moverlo. El niño duda - Ven, siéntate aquí y dime- El niño se levanta, sin soltar el asa de la mochila abierta, y mira a la mujer a la vez que se desplaza, muy despacio y sin darle la espalda, y se sienta al lado del hombre, al otro lado.

Ella me mira de nuevo y me regala una sonrisa triste, disculpándose. Yo se la devuelvo.

Suena por fin el picaporte y ella mira la puerta con un pequeño brinco, expectante, como un perro que espera que sea su dueño el que sube en el ascensor. La bata blanca le hace la señal y ella se levanta y va hacia la luz fluorescente, cojeando, arrastrando una de las piernas de rejilla, sin mirar al hombre, ni al niño, ni a mí, y cierra la puerta tras de sí como si no quisiera volver a abrirla.

El niño sonríe y suelta un suspiro. Un soplo sobre el cañón humeante de su revólver.


miércoles, 4 de mayo de 2011

Échate un pizco

-Mira, estoy desesperada,- dice G., prácticamente gritando desde la cocina mientras friega los cacharros-
- ¿15 euros te costó?
- Sí, tía, 15,90
- ¿Y funciona?
- Bah, yo que sé, ¡prueba un poco!
- Mmm
- Que sí boba- G. se asoma a la puerta de la cocina para insistir- cuatro gotitas bajo la lengua
- Bueno, espera que me lea el prospecto- El prospecto es un papel amarillo con una foto del producto en distintas presentaciones, a saber: gotas, espray y pastillas, que explica: "Rescue Remedy puede ayudarte en situaciones tales como (recuadro amarillo, destacado): Miedo a volar en avión, exámenes, hablar en público, entrevista de trabajo, recibir una mala noticia, un divorcio, estrés, despido laboral, ruptura sentimental o preparativos de boda.
Bueh, pienso, y saco el cuentagotas del bote mientras relaciono mentalmente la preparación de una boda con un despido y un examen.

- Bajo la lengua ¿eh? - dice G. Yo dudo un momento, y por fin pruebo una. Y luego unas dos o tres mas. Paso un momento saboreando el liquidillo espeso.
- G., esto sabe como a alcohol
- Sí, es que diluyen el remedio con Brandy
- ¿Y eso?
- Yo que sé
...
- ¿Y cuántas dices que hay que tomarse?
- 4 Gotas, disueltas en líquido o debajo de la lengua, tantas veces al día como te haga falta, y entre las comidas. Pero mira, yo me echo un chorro cada vez que quiero, ¿sabes?

Yo hago los cálculos, y con 15,90 me da para dos botellas y media de Ron Miel. Una de Bombay. Dos de Viña Esmeralda. Aunque probablemente la cosa esta se asemeje más al orujo. De hierbas, claro.

viernes, 29 de abril de 2011

Días

La oficina de correos está cerca, apenas a 100, 200 metros del faro. Voy cargada de papeles, esperanzas en tiempo y forma, los cuentos que te cuento mientras duermes. Sólo me faltaría llevarlos enrollados dentro de una botella, sería más propio, pienso, sería también más caro, pienso, más caro, y con la bobería, ya gasto tanto dinero en lo que voy y vengo y mando e imprimo y un paquete de folios de 500, por favor. Olvidada la botella, entonces. Pienso.

Una mujer rubia, amable, sella mis papeles, otra mujer con monedas en una bolsa de plástico pregunta por si un pago es al mes, la mujer rubia, amable "no, anual" le dice ¿qué es "anual"? dice la mujer mientras hace un nudo en la bolsa de plástico, sucia, sobada, transparente. La mujer rubia me mira, sonríe nerviosa "una, una vez al año" dice mientras levanta apenas el dedo índice detrás del mostrador. La mujer, con la bolsa bien guardada ya dentro de una especie de riñonera, se ríe a cántaros, mientras se aleja "ah, es que yo no entiendo" dice, mientras ríe, como quien canta. La mujer rubia vuelve a la amabilidad y a mis papeles y me entrega el recibo.

Bajo las escaleras, una chica joven está sentada con su bebé en brazos, también está su madre, la abuela. Un chico, un hombre diría, en chándal, también con su madre, agasaja al niño "Hay que ver qué guapo eres, con esos ojos azules, vas a traer locas a las niñas, pero tú no hagas caso a las niñas, sólo a tu madre ¿eh?" La madre, la de él, interviene, "anda, anda, vamos," le dice, "que tú ya tienes tres". Y luego, mirando a la otra madre, a la otra abuela "La última de ocho meses, preciosa, pre-cio-sa" Más que el tuyo, mucho más, anda vamos, venga, a casa. Que me tienes contenta.

El hombre que vende los ciegos en la esquina tiene el hueco de un ojo tapado por la carne. Los dientes se le salen de la boca cerrada.

Hace sol y Chet Baker rebusca en el contenedor de mi casa. Ojalá que encuentre el pan con queso tierno.

Hay días en esta ciudad en los que tengo miedo de no volver a dormirme y olvidar los nombres de las cosas.

viernes, 14 de enero de 2011

Otro (sí, otro) blog


Queridos parroquianos, últimamente paro mucho por aquí, por si les apetece echarse algo.

martes, 4 de enero de 2011

Para contestar así de bien a una pregunta tan mala

"Porque no sé bailar el tango, tocar un instrumento musical como la celesta o elglockenspiel, resolver problemas de matemáticas superiores, correr una maratón en Nueva York, trazar las órbitas de los planetas, escalar montañas, jugar al fútbol, jugar al rugby, excavar ruinas arqueológicas en Guatemala, descifrar códigos secretos, rezar como un moje tibetano, cruzar el Atlántico en solitario, hacer carpintería, construir una cabaña en Algonquin Park, conducir un avión a reacción, hacer surf, jugar a complejos videojuegos, resolver crucigramas, jugar al ajedrez, hacer costura, traducir del árabe y del griego, realizar la ceremonia del té, descuartizar un cerdo, ser corredor de Bolsa en Hong Kong, plantar orquídeas, cosechar cebada, hacer la danza del vientre, patinar, conversar en el lenguaje de los sordomudos, recitar el Corán de memoria, actuar en un teatro, volar en dirigible, ser cinematógrafo y hacer una película, en blanco y negro, absolutamente realista de Alicia en el País de las Maravillas, hacerme pasar por un banquero respetable y estafar a miles de personas, deleitarme con un plato de tripas à la mode de Caën, hacer vino, ser médico y viajar a un lugar devastado por la guerra y tratar con gente que ha perdido un brazo, una pierna, una casa, un hijo, organizar una misión diplomática para resolver el problema del Medio Oriente, salvar náufragos, dedicar treinta años al estudio de la paleografía sánscrita, restaurar cuadros venecianos, ser orfebre, dar saltos mortales con o sin red, silbar, decir por qué escribo."

Alberto Manguel, ¿Por qué escribo? El País Semanal, 2 de Enero de 2011

lunes, 27 de diciembre de 2010

La casa faro










Y hasta aquí puedo leer. 

sábado, 18 de diciembre de 2010

Fucking genius

Ayer vi en directo a este señor. Salió al escenario fumando compulsivamente, con un tetrabrick de zumo de naranja, una manzana y un colocón importante. Al principio me asusté un poco, empezó regular y pensé que podría no estar a la altura de sí mismo. Pero a la tercera canción ya me tenía comiendo de su mano, como siempre. Creo que tiene un talento especial -genial, diría- que trasciende su pose perfecta, su malditismo trasnochado.

Lo recomiendo vivamente.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Por nada de nada



Veo más que nunca la tele y lloro en los concursos donde regalan fama.
Dime cuanto puedes amar a alguien que no vuelve a casa con dinero ni la prensa le aclama.
Me asusto por nada, por nada de nada.

Notre Dame
El perro es mío, Fran Nixon

lunes, 29 de noviembre de 2010

A la espera

La Agencia Estatal de Metereología (Aemet) ha activado la alerta roja, de riesgo extremo, en Canarias, por vientos de más de 100 kilómetros por hora, a lo que se sumarán lluvias intensas, lo que ha provocado la suspensión de las clases en el archipiélago.

Las autoridades canarias mantienen los aeropuertos y puertos cerrados, a la espera de la evolución de las condiciones climáticas en las próximas horas.


La vida real

Algunas veces, todo lo que quiero es leer. No un momento, toda la vida. Pienso en las cosas que me quedan por leer y me pongo feliz y un poco ansiosa. Quiero tener mucho tiempo para leerme el mundo. En esos momentos lo siento tanto por los nuevos escritores, que me interesan, me interesan mucho, pero no son ellos a los que imagino en esas orgías literarias. "Lo siento chicos, seguro que es súper interesante, pero yo es que tengo que leerme Paradiso, y El Ulises, y Crimen y Castigo, y 2666". Me pasa también con la música. Y con el cine, aunque menos, lo reconozco. Probablemente porque es algo que no puedo hacer mientras leo. Leer, oir música, ver películas, beber gintonics y escribir novelas. ¿Qué había que estudiar para trabajar de eso?

Luego, en la vida real, leo poco. Veo pocas películas. Oigo siempre las mismas listas del spotify. No escribo más que una lista de tareas, eterna, que nunca cumplo.

La vida real es una mierda. Niños, no la intenten en sus casas.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Salada

Estos días, vaya, no es que hayan ido fatal (mal, muy mal, fatal), no, pero tampoco han salido las cosas, digamos, a pedir de boca. Las cosas no empiezan fáciles, ya se sabe. Sin embargo tengo buen humor, o al menos, no tengo el mal humor que se correspondería, en mi carácter (de natural, dama de las camelias) con las complicaciones que han tenido los acontecimientos. Creo que estos años, por mucho que extrañara el mar, por mucho que extrañara el clima de esta isla, los había subestimado terriblemente.

Hoy por ejemplo, me bañé. En el mar, claro. Margullé un poco. Bastante. Me entró agua en la nariz. Tosí un poco. Margullé otro poco. Hice el muerto. La felicidad.

Luego hice la maleta. Todo en el cuarto es arena. Arena en la ropa, arena en el suelo, arena en las cholas y en los bolsos. El iphone tiene arena, sí, también. Qué alegría de vida arenosa, qué alegría de humedad, yo, tan salada, todo el rato.

Tengo un poco de susto. No sé si voy a poder, tantas cosas, tantos vuelos.
Aunque todo desaparece, por momentos, porque soy salada, porque voy a verte.

o sea
resumiendo
estoy jodido
y radiante
quizá más lo primero
que lo segundo
y también
viceversa.

Viceversa, Mario Benedetti

jueves, 25 de noviembre de 2010

Todo es relativo

Se alquila piso amplio en edificio de tres plantas. Es el segundo piso contando desde abajo. Se pedirá aval.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Ático-dúplex cerca de la playa, 450 euros

- Hola, buenas tardes, llamaba para preguntar por el piso que se alquila
- Sí ¿que quieres saber?
- Bueno, en realidad quería verlo
- Ajá, ¿eres auxiliar?
- ¿Perdón?
- Auxiliar
- Auxilar de qué
- Auxiliar de vuelo, azafata
- Ah, no...
- Yo sí
- Ah, qué bien
- Pues tú tienes voz de axuliar ¿ A qué te dedicas ?
- Edito libros
- Ay, qué bonito
- Sí... ¿entonces el piso...?
- No te lo puedo enseñar de momento, estoy fuera de la isla, pero a todo el mundo le gusta
- Ajá, ¿está amueblado...?
- Sí, sí, sí, tiene una tele Loeve de 40 pulgadas
- ...
- El piso es como yo, y yo soy exquisito
- Ajá...
- ...
- Yo es que tendré que verlo ¿sabes?
- Sí, claro, a ver si busco a alguien que lo enseñe-esas cosas que hay que pensar antes de poner el anuncio, amigo- llámame el martes
- ¿Dices que está cerca de la playa?
- Ah, claro, es que en Las Palmas todo está cerca de la playa
- Ya
- Yo que tú no veía nada más. El piso te va a encantar.
- Oh, sí. Hecho.

La isla del tesoro

El problema son siempre las espectativas.
Si uno espera que salga un ratón de la chistera, el conejo blanco es un acontecimiento.
Pero, ah, si esperábamos el número de la caja de cuchillos.

Yo nunca he sido partidaria, sin embargo, de ajustar mis espectativas. Creo que es una teoría que a veces se acerca peligrosamente al conformismo, a la resignación cristiana. Yo espero siempre un unicornio saliendo de un bombín entre fuegos artificiales, y después, ante el -tan obvio y absurdo- conejo blanco, lloro, pataleo, y ya, si eso, negocio con mis frustraciones.

No obstante en este caso venía, o creía que venía, bastante preparada.

Cuando me dijeron que pasaría más tiempo en la isla del habitual, me puse loca de contenta. Cuando me di cuenta que viviría un poco aquí y un poco allá y, por tanto, en los dos sitios y en ninguno, me dio pavor.

En cualquier caso, pensé, si tengo un piso que me guste, un buen espacio donde vivir cuando esté aquí -un búnker, un escondite, una casa en el árbol- todo será más fácil.

Quién me iba a decir a mí que todas las casas serían demasiado pequeñas o demasiado grandes, estaban demasiado lejos, o demasiado cerca, muchos escalones, los muebles muy viejos, mucho ruido en la calle, ni un alma en el barrio, en este patio no cabe un gato, ni un conejo y mucho menos mi unicornio en su bombín.

Menos mal que hoy, al borde de la desesperación, caminé hacia la playa, me descalcé y metí mis frustraciones en el agua. Mejor. Mucho mejor.




martes, 23 de noviembre de 2010

Se atormenta una vecina


En Tenerife hay una montaña que habla.

Lo descubrí un día con J. y M. Ellos me habían rescatado de un pueblo en el fin de mundo y me llevaban al aeropuerto, y cuando pasamos por delante me dijeron "mira, mira" Y vi esto:


Me pareció genial. Me hablaron del tipo que se levantaba de noche para ir a cambiar la frase más o menos una vez en semana. Me contaron que algunas veces, como aquella, ponía juegos de palabras, pero otras eran frases más poéticas, anímicas, arengas a la gente que iba en el coche o en la guagua y que a lo mejor se estaba tragando una estupenda caravana de camino al trabajo.

Yo me acordé de una vez, hace mucho tiempo, que N, L, B y yo decidimos hacer plantillas y llenar la ciudad de grafitis con versos, trozos de poemas. Poemas de otros. Nuestros favoritos.
Habíamos pensado en qué lugares los pondríamos, donde los viera mucha gente, donde pillaran por sopresa, donde inspiraran, sobre todo, al que leyera. Nos habíamos puesto hasta nombre. Nunca lo hicimos, pero lo pasamos tan bien planeándolo que casi recuerdo cómo hubiera sido.

M. me dijo que le gustaba pasar por allí esperando a que hubiera cambiado la frase, y pensando qué podría decirle a ella, esta vez, el poeta de la autopista.

Nos quedamos un momento callados. Yo pensé qué pondría si tuviera 20 metros para escribir lo que quisiera. Pensé que ahora cuando quiero poner algo en un muro voy al facebook. De hecho pensé en abrirlo y escribir, diligente, "se atormenta una vecina".

"Lo mejor" dijo M. de pronto "es que casi siempre acierta".

Esta semana Anoniman (nuestro nombre era más cursi, pero mucho mejor, se lo aseguro) no habla, susurra:



Yo me pregunto si hará mensajes por encargo.




jueves, 18 de noviembre de 2010

Felices los normales

Felices los normales, esos seres extraños,
Los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho, un hijo delincuente,
Una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida,
Los que no han sido calcinados por un amor devorante,
Los que vivieron los diecisiete rostros de la sonrisa y un poco más,
Los llenos de zapatos, los arcángeles con sombreros,
Los satisfechos, los gordos, los lindos,
Los rintintín y sus secuaces, los que cómo no, por aquí,
Los que ganan, los que son queridos hasta la empuñadura,
Los flautistas acompañados por ratones,
Los vendedores y sus compradores,
Los caballeros ligeramente sobrehumanos,
Los hombres vestidos de truenos y las mujeres de relámpagos,
Los delicados, los sensatos, los finos,
Los amables, los dulces, los comestibles y los bebestibles.
Felices las aves, el estiércol, las piedras.

Pero que den paso a los que hacen los mundos y los sueños,
Las ilusiones, las sinfonías, las palabras que nos desbaratan
Y nos construyen, los más locos que sus madres, los más borrachos
Que sus padres y más delincuentes que sus hijos
Y más devorados por amores calcinantes.
Que les dejen su sitio en el infierno, y basta.

Roberto Fernández Retamar

viernes, 5 de marzo de 2010

Teletrabajo

Esta semana cambié de oficina y tuve una nueva compañera de trabajo...










viernes, 16 de octubre de 2009

Originalidad... o no

Qué buenos los anuncios stop motion de lotería nacional, ¿verdad? ¿cómo se les habrá ocurrido esa idea tan buena?

Ah, espera, que a lo mejor no se les "ocurrió"

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Para empezar

Para R y B

Fui la primera en llegar - mesa para tres, por favor- y me senté a esperarlas.

Aquello recordaba tanto a nuestra comida semanal que era la comida semanal, aunque hiciera más de siete meses que no nos sentáramos las tres a comer un menú y arreglar el mundo en la hora de libertad, condicional y vigilada, que nos daban en el trabajo.

Todo había empezado porquesí. R y yo trabajábamos muy cerca, tanto que nos podíamos permitir incluso rescates de almuerzo diarios, y era un verdadero respiro encontrar a una amiga, escucharla, incluso olerla, en medio de aquella zona gris de torres de oficina y puertas de servicio. B trabajaba un poco más lejos, pero se consentía, algunas veces, bajar unas paradas de metro para comer con nosotras. Solía ser un mensaje a eso de las 11 de la mañana

- Chicas ¿comemos juntas?

Y comíamos. Y aquello se convertía en un ritual improvisado, evitábamos los restaurantes que frecuentaban los compañeros, tomábamos cañas, nos contábamos las miserias, por orden, y nos cuidábamos, y volvíamos a la oficina un poco borrachas y con superpoderes. Qué suerte.

En realidad, era todo una ceremonia orquestada y premeditada por B, que tenía turno de tarde y había decidido que necesitaba un cónclave semanal para sobrevivir sin las cañas de después del trabajo. A nosotras nos hacía mucha gracia lo en serio que se lo tomaba: el almuerzo semanal era irreductible, irrenunciable, insustituible.

Fue en uno de esos almuerzos que nos dijo que se iba, B.
En Madrid todo el mundo se está yendo todo el tiempo, así que no nos lo tomamos muy en serio. Hasta que se fue. Y luego yo dejé el trabajo en el barrio de los hombres grises, y R quedó abandonada a su suerte y se apuntó en clases de francés.

Por eso aquel almuerzo, una vida después, tenía algo de excepcional y todo de cotidiano.

R llegó enseguida, pero yo estaba al teléfono, así que no le hice mucho caso hasta que colgué, y era ella la que estaba al teléfono. Fue entonces cuando le vi la tristeza y los ojos colorados.
Crisis, no pasa nada, qué suerte de almuerzo semanal.

B llegó como un remolino, se sentó y empezó a hablar sin advertir los ojos colorados ni las caras de consternación. Cuando la informamos de la crisis, escuchó atenta todos los detalles que R podía relatar, entre sollozos, mientras daba largos sorbos a la cerveza y se lllenaba la boca de papas con alioli.

Tras una breve pausa nos miró, agitando de un lado a otro la cabeza, para por fin sentenciar, solemne, definitiva:

- Mira, él lo que necesita es comer más fruta y más verdura, para empezar.

A veces no sabe uno lo que mucho que echa algo de menos hasta que lo tiene delante.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

No es sólo cuestión de suerte



Gracias una vez más a mi To y la sala de conciertos que me monta en Casa Lavapiés de cuando en cuando.

viernes, 24 de julio de 2009

viernes, 22 de mayo de 2009

En días como hoy: 6 escenas y un epílogo.


Escena primera
: habitación desordenada, la única luz llega a la estancia a través de las rendijas que deja la persiana.

La chica mira el reloj y decide que ya que está despierta, se va a al trabajo, aunque sea pronto y aún no hayan pasado ni 5 horas desde que se acostó. A continuación la chica se incorpora y nota un fuerte dolor de cabeza y una maullido insistente como únicos signos de la vida en la tierra y se dirige, resuelta, a la cocina.

Escena segunda: la cocina. Al otro lado del patio, un hombre en calzoncillos escruta el cielo preguntándose si realmente hace tanto calor como parece. En el suelo, la gata insiste en sus requerimientos.

La chica echa comida en el cacharro de la gata como quien apaga el despertador: para que se calle. Prepara la cafetera. Descubre enseguida que a la cafetera hay que ponerle café. Echa en el fregadero el agua hirviendo y la prepara de nuevo quemándose las manos. La pone al fuego y descubre enseguida la utilidad de la tapa de la cafetera cuando está cerrada. Limpia los azulejos blancos, echa un poco de leche fría y desayuna.

Escena tercera: Patio del edificio. La chica sale a la calle con su vestido de verano y sus cholas y se encuentra en el ascensor con su vecino de enfrente. Descubre que su vecino de enfrente conoce perfectamente sus horarios, lo que le causa una leve inquietud. Luego descubre que la primavera en Madrid nunca acaba de llegar del todo e intenta subir a abrigarse un poco mientras su vecino trata de retenerla en la calle alegando el calor que hace, mujer.

Escena cuarta: Entrada de la casa. La chica descubre que su casa tiene un peaje consistente en 5 granos de pienso, y que da igual que acabe de salir y te acabe de poner. Descubre también que la ropa no se lava sola.

Escena quinta: Quiosco de la esquina. La chica se dispone a comprar el periódico al señor ese que nunca le quiere dar una bolsa. En capítulos anteriores le ha dicho que es alérgica a la tinta, que por favor le de una bolsa, aunque sea usada. La chica dice esto porque ha percibido que el señor del quiosco lleva guantes, y que va a empatizar sin remedio. El señor le ha dado una del Día y del Carrefour, respectivamente. Hoy, sin embargo, el periódico viene en una preciosa bolsa de tela con asas trenzadas de cuerda, lo que hace que la chica entregue los diez euros y reciba la vuelta y eche la vuelta en el monedero cargado de tickets y bonos de metro usados sin dejar de mirar su preciosa bolsa del periódico reutilizable. Por pura intuición mira la cartera. No hay billetes. Dio diez euros, el periódico vale unodiez, sólo tiene dos euros y pico. La chica es de letras pero hasta ahí llega. La chica se dirige entonces al señor del quiosco y descubre dos cosas: 1. En los quioscos no se hace caja, por lo que es imposible saber si recibió o no los 5 euros; 2. Que el señor del quiosco al que no le gusta dar bolsas no es tan malo.

Escena sexta: Calle-de-camino-al-trabajo. La chica descubre que los señoras y señores jubilados pueden llegar a ser muy estrictos e incluso agresivos cuando se trata de la fila de la guagua. La chica camina con pasos muy largos, deseando con todas sus fuerzas que este post se termine justo aquí.

Escena final: la chica llega al trabajo, mira alrededor, analiza el percal y descubre, resignada, que hay días en los que este post no se acaba. Nunca.

martes, 12 de mayo de 2009

El mayor de mis tesoros

Madrid era el cielo.

Él era infinitamente tímido y delgado y nunca la miraba directamente a los ojos. Ella le contagiaba el entusiasmo de trasnochar y no ir nunca a clase. Volvían a casa tarde y despeinados, imaginando lo que pasaba dentro de las buhardillas iluminadas de La Latina.

- Algún día viviremos juntos en una buhardilla y tendremos un gato y un tocadiscos y un montón de libros desordenados. Deberíamos vivir juntos, nos llevaríamos bien.

Madrid era París, era Buenos Aires.

Él tenía ojos tristes y azules y caminaba mirando al suelo.
Contaba bajito historias imposibles en algún idioma desconocido.
Ella, los ojos de par en par, lo miraba nerviosa, impaciente, buscándolo tras el cristal.

Una tarde fría de aquel primer invierno ella cumplió 23 y no tenía tiempo que perder.
Madrid era París y era una fiesta.
Él apareció puntual y sacó del bolso un disco viejo, un disco usado, gastado de escucharlo.

- Es mi disco favorito - Dijo, mirándola a los ojos para que lo entendiera todo. Siempre ha sido un hombre de pocas palabras - Te lo regalo.

- Es mi mejor regalo- dijo ella, sinceramente, pero sin saber realmente hasta que punto lo era.

Luego fueron dos, y se fueron a vivir juntos, y llenaron la casa de libros, que ella se encargó de desordenar, y adoptaron un gato, y siguieron gastando el disco, y compraron otros, e incluso fueron a escucharlo en directo, y supieron que todo aquello tenía algún sentido, aunque no creyeran demasiado en los sentidos ocultos de las cosas que en sí mismas significan tanto.

¿qué haría mi animal si no supiera interpretar todas mis formas de mirar?



Hoy Madrid sólo es Madrid y está oscuro.

(Enlace)

lunes, 9 de marzo de 2009

El libro rojo

Derramó su mirada por entre los libros del primer puesto, que era el último, el más cercano a la avenida grande. Los miró sin fijarse en ninguno en concreto, esperando que alguno de los títulos se levantara del lomo y le hiciera señales. Avanzaba por el puesto a contracorriente sin atender demasiado a los empujones y las caras de desprecio, aunque pareció reaccionar ante la carraspera de un señor bajito que le recordó, lúcidamente, a la primera tos que recibió al quedarse quieta en la parte izquierda de las escaleras del metro. Dio dos pasos atrás, resignada, y se quedó un minuto observando como la ordenada masa de compradores potenciales se abalanzaba sobre el mostrador del puesto 72, eso sí, en perfecta sintonía.

Se puso a la cola de la caseta por el lado correcto y continuó con su mirada distraída sobre los libros, sin soltar su monedero dentro del bolsillo de la chaqueta, dónde guardaba los 50 euros que desde hacía una semana estaban esperando que empezara la feria para comprarse libros viejos sobre cosas extrañas, manuales de plantas medicinales y afrodisíacas o antologías de poemas con anotaciones en los márgenes y dedicatorias de amor en la primera página. Aún tenía en la mesilla aquel ejemplar amarillento de Trilce con una breve acotación al principio “A Mariela”. Le faltaban algunas páginas y tenía manchas de café, subrayados y anotaciones crípticas por todas partes. Pero aquello… “A Mariela” ¿Cuántas personas podrían llamarse Mariela? No es en absoluto común, sí lo es Marieta, o Marisa, pero Mariela, Mariela, era ella, Maria Elena Fernández Díaz, y la misteriosa destinataria del libro de Vallejo, la Mariela que tomaba café y escribía en los márgenes con bolígrafo negro.

Avanzando en la fila, observando vagamente los libros entre las manos de los mirones que los zarandeaban, buscaban fechas, marcas de primeras ediciones, valores de coleccionista en los ejemplares, se dio cuenta de que sólo se detenía en los libros de cubierta roja. Trató de evitarlo, empezó a buscar libros azules, blancos o verdes, colecciones en ocre o en negro mate. Pronto se resignó. Era una señal, sin duda. Sus manos pasaron a la acción, y olvidando el monedero y el bolsillo de la chaqueta empezaron a toquetear todos los libros rojos de aquel puesto, y luego del siguiente, y del otro buscando quién sabía que, desde luego no ella, que se convirtió de pronto en una de esas viandantes tísicas que carraspeaba para adelantar puestos en la búsqueda feroz de las cubiertas rojas. Manoseó libros de cocina, manuales de literatura, novelas rosa, jardinería, fotografía, y de pronto lo entendió todo. El libro rojo de Gerard Melié ¿Cómo no se había dado cuenta? El mismo libro que un tipo enorme con barba negra, ojos negros y camisa azul sujetaba en sus manos mientras buscaba vete a saber qué entre sus páginas. Era ese, ¡tenía que ser ese! Era rojo, rojísimo, y recordaba haber oído algo sobre él en algún lugar, era un manual muy interesante sobre algo anómalo, fantástico, justo lo que ella buscaba. Seguro tendría anotaciones de alguien que supiera mucho, mucho de ese tema tan interesante y necesario para su aprendizaje personal “Maria Elena Fernández Díaz, experta en (seguro tendría un nombre esdrújulo esa disciplina tan fantástica) se lo debe todo a un ejemplar del libro rojo de Gerard Melié que encontró en un puesto de viejo, una tarde de abril”. Tenía que ser suyo. Se puso de puntillas e intentó arrebatarle el libro a aquel señor enorme que la observaba con curiosidad, casi con simpatía, pero sin soltarlo. Probó pellizcándole la barriga, con lo que el hombre se retorció y ella aprovechó para tirarle del pelo de la barba. El librero intentó poner orden mientras todos los compradores potenciales se ordenaban armoniosamente en un círculo de curiosos. Entonces el señor enorme de barba y ojos negros se estiró su camisa azul y le entregó el libro condescendiente, “Tranquila, sólo lo hojeaba” añadió, y mientras ella se aferraba con fuerza al enorme libro rojo, él se dirigió al tendero que lo miraba agradecido. “La verdad que quería hacerle una consulta personal, busco un libro en concreto” dijo a la mirada entregada del librero, mientras el coro de curiosos se disolvía pacíficamente y ella se llevaba orgullosa su libro rojo, aunque de cerca no parecía tan interesante. “Sé que lo vendieron de segunda mano hace años… Es un ejemplar de Trilce”

Cero

Lo de las sesiones de meditación había sido idea de María, que estaba harta de no poder dormir conmigo cuando se quedaba en casa. A mí todo aquello me parecía una soberana estupidez. El centro tenía un nombre impronunciable que, según me contaron, significaba “el flujo liberador” en algún idioma inventado. Empezaron por enseñarme las nociones básicas de relajación.

- Soy consciente del espacio que ocupa el dedo pulgar de mi pie derecho, y si noto alguna tensión la voy a dejar fluir…

Era instantáneo, pensar en el dedo gordo de mi pie derecho y que empezara a picarme como si se fuera a caer a cachos. Tenía que sacar los pies de las babuchas blancas de tela y rascarme disimuladamente, bajo la mirada acusadora de una gran variedad de señores encorbatados en bata blanca. Hasta en bata blanca se les veía la corbata.

- Hermano Alejandro –decía la voz mantenida, impertérrita del maestro– debes dejarte fluir ¿qué te ocurre?
- Me pica. El dedo…
- Hermano Alejandro –repetía, ahora autoritaria– debes dejar fluir ese picor, debes asumir esa sensación y dejarla que Sea sin más condicionantes, dejar que tu cuerpo hable. Todos juntos: “Soy consciente del espacio que ocupa mi nalga derecha, y si noto alguna tensión...”

El maestro también atendía a cada hermano individualmente, y yo le había contado, por encima, lo de mi insomnio.

- No puedo dormir.
- Ajá– el maestro, que se llamaba Carlos, según vi en la hoja de inscripción, me miraba expectante. Era feo, demasiado feo para no levantar sospechas.
- No puedo dormir. Sólo eso.
- Nunca es sólo eso– su cara de complacencia era tal que uno nunca sabía si estaba tocado por la divinidad o simplemente era gilipollas. –¿Ansiedad?
- No, sólo que no duermo.
- Bueno, busquemos entonces alguna solución parcial hasta que podamos tocar las teclas adecuadas.
- ¿Qué teclas?– La pregunta llegó demasiado tarde; el maestro, pulcramente ataviado con su toga color crudo atada con un cordón dorado a la cintura, ya había depositado sobre la mesa una caja de trastos, de la que extrajo con orquestada parsimonia una serie de cartulinas blancas. En cada cartulina estaba escrito un número en negro, letra de molde. Colocó frente a mí la cartulina correspondiente al número 100.
- ¿Qué te sugiere, Hermano?– Me vi a mí mismo por un instante, con aquella bata blanca, blanquísima, las babuchas a medio quitar. Parecía que acababa de salir de la ducha. Me pregunté entonces por qué la indumentaria del maestro era crema, y no blanca, y supuse que para que hiciera juego con el cordón dorado. –¿Hermano?
- Eh, no sé...
- 100– el maestro respiró hondo –significa la totalidad, el todo. El primer número completo.
- Ajá.
- Así que quiero que observes en esta cartulina la totalidad, la totalidad de tu vida, tus problemas, todo lo que te preocupa– El maestro guardó silencio un minuto, respetando mi supuesta concentración. –Y ahora– dijo, retirando lentamente la cartulina de la totalidad y dejando al descubierto un bonito 99 en letra de molde– quiero que te despojes de ellos, a medida que yo cambie los números, que los dejes fluir.
- Como el picor.
- Sí, como el picor –dijo, satisfecho– al fin y al cabo estas ansiedades también son eso, ¿no? Picores.
- Yo no tengo ansiedad. Sólo insomnio–. Odiaba las metáforas. Y más si se referían a mi vida.
- En cualquier caso –contestó, como si no me hubiera escuchado– debes repetir esta operación, mentalmente, cada noche–. Asentí respetuoso, y asistí al ritual obediente, pero no tuve ninguna revelación. Al acabar, el hermano - maestro o lo que fuera se alongó en la mesa y me tomó del brazo. –Hermano Alejandro, si consigues contactar contigo mismo, si realmente tienes fe, esto puede cambiar tu vida–. Le olía el aliento a pepino.

Me mandó a casa con las instrucciones en una libretita y un cd de música de delfines. La misma música que, por la noche, sonaría en mi cuarto mientras yo, harto de dar vueltas y vueltas en la cama, me hacía consciente de cómo me picaban todos las partes del cuerpo en las que pensaba. Una vez asumí el espacio que ocupaba en la cama el último pelo de mi sobaco, comencé a visualizar el número 100. La totalidad de mi vida estaba tras una puerta de mi mente, amontonada, aporreando, y yo no estaba seguro de querer abrirla. “Voy a dejarme fluir”– pensé, en un acto insólito de fe. Y eso hice.

(99) Allí no pasaba nada. (98) Aquello parecía tan absurdo como en presencia del jarecrisna posmoderno. (97) De pronto María entró en la habitación y se sentó a oscuras en la cama. (96) María no podía estar en la habitación porque acababa de hablar con ella y estaba en su casa, (95) en la cama, y con voz de dormida. (94) Además, María no tenía llaves de mi casa. (93) A ambos nos parecía demasiado pronto para eso. (92) Sin embargo el culo de María parecía estar levemente apoyado en mi pierna izquierda. (90) “¿María?” (90) “¿Qué haces aquí?” (89) “Alejandro, en realidad yo no sé lo que quiero...” (88) No parecía oírme (87) “o si te quiero, yo... necesito tiempo” (86) “¿Qué?” (84) “Además, el otro día… ¿Te acuerdas de Moisés?” (83) Un fuerte golpe interrumpió su discurso (82) “¿Quién anda ahí?” (81) Estaban dentro, (80) podía sentirlos caminar por el pasillo. (79) Estaban dentro y habían entrado por la ventana del salón, (78) siempre supe que tenía que haber hecho algo con esa ventana. (77) Pude ver dos sombras avanzando por el pasillo (76) “¡Quién anda ahí!” (75) Una tercera sombra entró en la habitación (74) “Perea, ¿ha traído el informe de cuentas?” (73) Si María no podía tener el culo apoyado en mi brazo en ese momento, mi jefe no podía estar hablándome de pie junto al cabecero de la cama, (72) sin embargo, insistió: (71) “Perea, ¡conteste!” (70) “Estoy harto de sus desplantes” (69) “Le veré en mi despacho” (68) Las sombras de los ladrones se habían metido en la cocina, arrastraban muebles y revolvían gavetas. (67) Me di cuenta de lo fácil que sería para ellos acabar conmigo, (66) y supe que si no lo hacían era porque tampoco estaban allí, (65) aunque ahora los viera arrastrar la nevera hasta la puerta de la entrada. (64) Decidí quedarme muy quieto, (63) muy quieto y muy callado, (62) no emitir juicios, no pensar, (61) dejar que todo pasara (60) concentrándome sólo en mi cuenta atrás (59) en la totalidad que se diluía. (58) A medida que imaginaba números (57) la habitación se llenaba de personas, (56) y mi casa se vaciaba de objetos. (55) Yo sabía que no debía hacer nada, (54) sólo dejarlo fluir. (53) “Alejandro, de verdad lo siento” (52) “no eres tú, soy yo” (51) “Pase, Sr Perea” (50) “Lo siento mucho” (49) “Los resultados de sus análisis son determinantes” (48) “Ale” (47) “Ha venido Moisés” (46) “quiere hablar contigo” (45) “Perea, firme aquí” (44) “Tío, ya sabes cómo son estas cosas” (43) “En cobros le entregarán un cheque con su finiquito” (42) “Es algo tan inesperado… El amor digo” (41) “No te lo tomes como algo personal” (40) “Ale, no te cabrees, pero le he dicho a Luisa que le gustas” (39) “A ella le gusta Pablo, el de 2º C” (38) “El de la moto” (37) “Además dice que le dan asco tus granos” (36) “Perea, a la pizarra” (35) “Definitivamente al niño hay que ponerle aparatos, señora” (34) “¿Cuánto es la raíz cuadrada de 768?” (33) “Mamá, ¿has visto a Calcetines?” (32) “¿Calcetines?” (31) “¡¡Calcetines!!”

Cuando abrí los ojos empezaba a amanecer.
Lo último que recuerdo es el gato muerto y escuchar a los ladrones imaginarios cargando el home cinema en el ascensor, ambientados por el mar y los delfines.
Había sido muy cansado, estaba empapado en sudor, pero sentía una paz que no pensé que fuera a alcanzar nunca. Permanecí en la cama unos minutos, disfrutando de aquella sensación. Cerré los ojos un momento, para asegurarme. Nada.
Se habían ido para siempre.
Me incorporé.
Realmente algo se había purificado dentro de mí.
Noté enseguida el eco de mis pasos en la casa. Sonaba diferente. Pensé que era la paz, lo liviano que me sentía. Entré en el salón. Estaba desierto. Bajo mis pies, las marcas en el parqué de arrastrar el sillón. Pensé que todavía estaba soñando, que aquello no se había acabado. Me acerqué y toqué el polvo que había donde antes estuvo mi tele de plasma. Parecía bastante real.
En el suelo de la cocina, al lado de alguna pieza de pasta a medio hacer que habría debajo de la nevera, había una nota, unas llaves y una especie de tela.
“Enhorabuena, Hermano Alejandro. Has pasado al siguiente nivel.”
No habían dejado ni el cuchillo de jamón.
Recogí las llaves, y me anudé concienzudamente la bata color crema a la cintura con el cordón dorado.
Salí a la calle.

6 en 6tracks: El hombre deshabitado

El hombre deshabitado

miércoles, 18 de febrero de 2009

59. Es todo una cuestión de actitud. O no.

y nevaba, y ella, que era canaria, en bikini
L.

Esta mañana, tumbada en la cama, decidí que ya había llegado la primavera.
No, no me dejé la calefacción puesta, ni me engañó el sol de invierno (que me suele pasar).
Las ventanas estaban cerradas, y yo me acurrucaba bajo el nórdico, sin ganas malditas de sacar los piecillos al frío y empezar el día. Sin embargo, era una decisión firme.

Me levanté, me tomé el café, me puse unos pantalones nuevos que me compré, de telita fina, con un estampado, anchos arriba y estrechos en la pantorrilla, de culocagao que les digo yo. Más monos. Unas medias debajo, eso sí, media pierna fuera no, que las brisillas de la primavera son traicioneras. Luego me puse una camiseta, un pulovito y una chaquetilla de entretiempo.

Y a la calle.

Madrid, 9 de la mañana. 2 grados.

sábado, 24 de enero de 2009

lunes, 19 de enero de 2009

57-Error de cálculo

Cuando una se pierde hay que preguntarle a las viejitas. Esto es algo que todo el mundo sabe.

Yo me perdí en esas calles de edificios bajos, y sabía que estaba perdida, muy perdida, porque iba a un décimo piso, y los edificios que veía no pasaban, como mucho, del piso cuatro.

Intercepté a una viejita rápidamente. Disculpe señora, buenas tardes - a las viejitas hay que tratarlas con cariño para que no crean que eres una malincuente, con esos vaqueros y ese pañuelo, y ese abrigo y esos pelos - ¿me puede decir dónde queda la calle Almazán?

La señora me agarra del brazo, se da la vuelta y me da la vuelta a mí también - Sigues recto, y una, dos y tres, la tercera calle - coge mi cara, que la miraba a ella y la dirige hacia el lugar que me indica mientras da uno, dos y tres golpes de muñeca- la tercera calle, y si no es la tercera, vuelves a preguntar, pero creo que sí, la tercera calle.

Yo, que jamás cuestiono las indicaciones geográficas de un mujer con tal autoridad, caminé recto y firme, con las manos en los bolsillos, hacia la tercera calle, aunque seguía sin ver edificios de más de cuatro plantas.

Una, dos y tres. Esta no es. Mierda.

Dos policías municipales con sus chalequitos amarillo fosforescente y todo, se paseaban por la calle número tres.

Una de las principales funciones de los policías municipales, después de poner multas, es decir dónde están las calles. Esto es algo que todo el mundo sabe.

- ¿La calle Almazán? sí, creo que... eh... por allí... bajando ¿no?
Su compañero saca el callejero - Yo no lo sé, pero él sí - sonríe el joven, levantando levemente el callejero en su mano izquierda.
- No, no, si no hace falta, mira es... aquella, la del fondo, o quizás la de arriba, pero por allí abajo está- yo lo ignoro y miro al del callejero que por lo menos es humilde
- Espera hombre, que lo estoy buscando... ay, que esta página no era
- Trae anda, trae - llega un tercer policía, mayor, que sin preguntar nada nos mira atentamente a nosotros, y al callejero minúsculo que escrutamos - Buscamos la calle Almazán
- Almazán... Sí, esa está..., espera a ver- Los malos delinquiendo, los infractores infractuando, y nosotros cuatro allí, metidos en la página 128 del callejero.

De pronto, un super-viejito entra en escena, con su bastón, y me tira de la chaqueta.

- ¿Qué buscas hija?
- La calle Almazán
- ¿Número?
- 31

Entonces se me agarra con una mano, sosteniendo el bastón en la otra, y me lleva, eficiente, durante 600 o 700 metros hasta la misma puerta del número 31, mientras los policías se quedan, atónitos e inútiles, agarrados al callejero, y yo pongo en duda lo novedoso del google maps.

Era la cuarta calle.

Los policias municipales no sirven para nada más que para poner multas. Eso lo saben los viejos. Y ahora, yo.



lunes, 5 de enero de 2009

54. Helarte




Tienda de arte. En realidad, tienda de materiales de arte. De artes plásticas. Una señora, lleva un abrigo extravagante, no parece muy caro, pero sí es ostentoso. Lleva anillos y pulseras porque ella también es ostentosa, un poco. La chica le empaqueta unos lienzos con bolsas de plástico, ella lleva en la mano unas pinturas. Parece ansiosa

- Mi niña no te vuelvas loca que tengo el coche ahí enfrente y lo meto así mismo - me mira y me sonríe. Le devuelvo la sonrisa. La dependienta, en un alarde de eficiencia navideña, sigue preparando el paquete - Estoy deseando llegar a mi casa para ponerme a pintar -Vuelve a mirarme sonriente, y guiña un ojo. Yo vuelvo a sonreir y pienso en sus cuadros, en los cuadros que creo que ella pintaría -De verdad, ya se está convirtiendo en una obsesión.

Por fin la dependienta termina de anudar las bolsas y se dispone a cobrar a la mujer. Ella le da un billete de cien euros que tenía ya agarrado desde hace un rato, con los dedillos metidos dentro del monedero. Preparados, listos.

Cien euros. Yo vuelvo a mirarla, y no puedo evitar volver a jugar al precio justo del abrigo, que sigue pareciéndome barato, quizás por lo ostentoso.

La eficiente dependienta coge el billete y lo pasa por la máquina que los comprueba, donde no parece entrar. La señora, escandalizada, le pregunta si es falso. "No, no - le responde la dependienta - sólo es que está un poco arrugado"

El billete lo oye y se pone firme, entrando por la maquinita y defendiendo el honor de su dueña

- Ah, qué susto- se lleva la mujer la mano a la boca haciendo tintinear las pulseras- si es que me lo acaban de dar, cambié uno de 500.

martes, 30 de diciembre de 2008

miércoles, 10 de diciembre de 2008

52. 1ªParte

En cuanto abrí el libro lo descubrí, horrorizado.

Había olvidado la pequeña cartulina roja que utilizo como marcador. Y digo bien, horrorizado, siempre me dicen que exagero con los adjetivos.

El drama no radicaba en si iba o no iba a encontrar la página en la que me había quedado, ya que estaba seguro de que era justo al comienzo del capítulo cinco, exactamente tras la aparición de Virginia y su restaurante macrobiótico. El problema era como marcar el final de mi lectura, que sería considerable tras un viaje tan largo, sin mutilar irremediablemente la página doblándole la esquinita superior y dejando para siempre la huella de mi ritmo de lectura, como si de una nueva capitulación se tratara. Odiaba esas marquitas indecentes y me negaba por completo a hacérselo a mi libro, aunque, como en este caso, se tratara de unas de esas feísimas ediciones de bolsillo que están hechas para llenarse de arena, mojarse de cerveza o arrugarse en el bolso entre metro y metro. Una de esas ediciones en las que la historia vive dentro como una promesa, sujetándose para no caerse, asegurándote que a pesar de todo es un libro de verdad. Aún así, no le haría eso a mi libro, bastante tenía. Prefería recordar la numeración, me quedé en la página 123, por ejemplo, aunque luego tuviera que mirar en la 231 y la 132 antes de encontrar el punto exacto, por que entre mis innumerables virtudes estaba la de recordarlo todo de forma fragmentada, como tras una borrachera.

Por ejemplo aquel día, en la ponencia del ciclo de Quiroga. Tú estabas entre el público, te habías sentado en la última fila, y tenías el cuerpo completamente volcado hacia el pasillo librándote de las cabezas que te impedían ver con comodidad la mesa. Cada vez que el moderador preguntaba ¿se oye bien? movías la cabeza levemente y muy rápido de un lado a otro, con un no desolado que no iba a ningún sitio pero que a ti te reconfortaba, de alguna manera. De ese día no recuerdo nada, o mejor, lo recuerdo todo, pero desordenado, hasta el punto que no sé si pasó en esa conferencia o en las que siguieron, en las que te buscaba entre el público para al fin verte atravesar la puerta tarde, despeinada. Creo que fue aquel día cuando, cansada de alongarte tanto, te levantaste, cargada con el bolso el abrigo y tres carpetas, y muy digna caminaste hacia la primera fila, siempre vacía, y te sentaste, tras una leve mirada hacia atrás -lo ven, no pasa nada, yo me siento aquí-. Entonces te pusiste a escucharme con tal dedicación que me sentí como un impostor a punto de ser descubierto.

No puedo recordar tu cara, en aquella imagen, ni lo que llevabas puesto, pero sí que olías a coco, y que me hiciste recordar a aquellos días de mi infancia en los que el sol era una fuente de vitamina a y no una amenaza para la salud, y las chicas se untaban de hawaian tropic antes de tumbarse a hacer top less entre las rocas.

Acto seguido imaginé tus tetas, claro, tus tetas untadas de hawaian tropic entre las rocas, y me puse tan nervioso como cuando intenté probar el consabido truco de imaginar a la gente desnuda para paliar los nervios de hablar en público- si alguien lo duda aún, es inútil, y diría más, contraproducente-.

La culpa es de mi imaginación, tan gráfica.

Tendría unos ocho años cuando lo descubrí. Almorzábamos y era domingo, porque había pollo, y yo peleaba con mi cuchillo romo por sacarle algo aun muslo resbaladizo y al limón, cuando mi hermano Alberto empezó a describir un gato muerto que había encontrado en el solar envuelto en una nube de moscas verdes . Él se fue a su cuarto castigado- “¡a tu habitación!”, un clásico de otra época- y yo comencé a mirar de otra forma a los pollos asados, y al gato. El proceso es sencillo: una imagen plástica, brillante, hiperrealista se clava en mi cerebro , y cuando creo que se ha ido regresa en forma de calambre, sólo un instante, suficiente para provocarme un escalofrío y evitar que coma pollo al limón.

El mal se intensificó con el tiempo, de manera que si un amigo de mis padres contaba que se había mareado en un viaje en barco, y describía brevemente su calvario del camarote al baño durante toda la travesía, yo podía imaginarlo tan claramente que en el momento menos pensado sentía mal de tierra y corría a vomitar; o si, por ejemplo. contaban en la tele cómo un perro mordía a un niño, pasaba a tenerle un miedo irracional a todos los perros, porque sólo con verlos podía sentir sus diéntes destrozándome la pierna. Una maldición.

La verdad es que en aquel momento, viéndote mirarme, completamente entregada, a metro y medio escaso de mí, pensé que podría seducirte - la erótica del escritor, ya se sabe-, te invitaría a un café cuando te acercaras a pedirme una firma, y acabaríamos en un historia de esas que termina contigo olvidándote de mí tras un fundido en negro, como debe ser. Pero no te invité al café, por que no te acercaste, saliste disparada cargada con el armario ropero que llevabas a cuestas según empezaron los aplausos.

Una mujer me mira, está sentada, y me mira desde abajo recordándome a algún animal que no consigo concretar, tal vez a la mezcla de varios. Nunca sé si la gente que me mira en el metro lo hace porque me reconoce o porque tengo la bragueta abierta, pero nunca compruebo la bragueta hasta que salgo del andén, por pura dignidad suicida.

Hubo otra charla, que no fue una charla, fue un curso, y tenía un descanso, no podías escaparte y por fin te pillé. Recuerdo cuando empezaste a hablar, la primera de una larga lista de conversaciones inocuas que realmente me desconcertaban. Era curioso ver moverse esos labios diminutos, en ese cuerpo diminuto y esa cara blanquísima llena de pecas. Querías escribir- cómo no- y me contabas tus historias sobre científicos de la nasa. “Nunca escribas de lo que no sabes” te dije, y un recuerdo vívido, en letra times 8 en el periódico local, me atravesó el pecho mientras disimulabas tu cara de desilusión. “Sólo sabe escribir sobre gente que escribe”, decían. Tuve que sacudir levemente la cabeza para quitarme el recuerdo de encima. Nunca sé si se notan esas cosas, si se notan debo parecer un tipo algo transtornado.

En realidad, me gusta que me miren. Eso es una suerte en esta profesión, porque básicamente el trabajo consiste en eso: te sientas en una mesa elevada delante de un grupo de gente que te mira, mientras el libro que has escrito descansa bajo tus manos sudorosas que lo martillean insistentes. Alguien dirá que entonces tu trabajo fue escribir el libro, y sí, eso sería lo lógico.

Entre mis pensamientos y el restaurante macrobiótico descubro algo dos vagones más allá. Para ser sincero estaba más en mis pensamientos y en la observación metódica de mis compañeros de viaje que en el pobre libro-promesa que sujetaba entre las manos, por eso fue sencillo detectar a través de los vagones la cubierta verde y lima flotando a la altura de mi rodilla. Seguí el rastro, no sin perder la pose, en cualquier momento podía ser descubierto. Pasé entre los pasajeros – perdón, disculpe- sorteando bolsos, carpetas y consolas portátiles, hasta que al fin me encontré frente a la chica que lo sostenía en sus manos, y me senté, justo delante, con mis rodillas a escasos centímetros de las suyas.


Continuará

viernes, 5 de diciembre de 2008

51. Vida familiar

- Amor - voz de broncaconcariño
- Qué
- Yo sé que tú muy ecológica no eres, pero no es bueno que la caldera esté encendida de la mañana a la noche
- No ha estado encendida todo el día- pongo la ropa en el tendero con mala leche
- No, que va
- Pues no
- Bueeeeno
- De verdad que no, la acabo de encender ahora, cuando tú llegaste.
- Yo sólo digo que no es bueno, ni para ti, ni para la caldera, ni para la factura, ni para el planeta.
- Pues vale
- Pero no te enfades
- mmm - la pago con los calcetines empapados
- Haz lo que quieras, sólo es una opinión
- No, no, vale. Pero si tengo frío...
- ¿Te pones un abriguito?
- mmm

Va a ducharse, coloca la toalla, enciende el termo y apaga la calefacción. Luego oigo la puerta del baño, que se cierra.

-¡Pues así más nunca se te va a secar la ropa!

Y escondo la mano

miércoles, 3 de diciembre de 2008

50- Aguafiestas

Era fiesta, o lo parecía, los niños del barrio corrían abajo y arriba por la cuesta y se organizaban en comandos, como si tuvieran entre manos algo de vital importancia, como tirar petardos o echar jabón en la fuente posmoderna de la plaza recién estrenada.

Efectivamente, era fiesta, habían cerrado un locutorio y la calle estaba llena de tablas y trozos de madera, con sus clavos y sus tachas, pero llenas de posibilidades para aquellas cabecillas que corrían desesperadas de arriba abajo en grupos, apropiándose de las tablas antes que el camión de la basura. Cuando salí del portal casi me atropellan, pero tuve que reirme al ver el destino de aquellas maderas llenas de astillas. Al final de la calle los niños tumbaban las tablas sobre la empinada escalera que salvaba la cuesta y se lanzaban sobre ella, aterrizando minutos después en los adoquines de la plaza, donde, magullados y doloridos, seguro, los niños de mi barrio, que son como los de un anuncio de benetton, pero despeinados, se levantaban y volvían a subir la escalera por el otro lado con su tabla a cuestas para volver a lanzarse, de dos en dos en las más grandes, de uno en uno y haciendo carreras sobre las pequeñas.

Era el aguasur.

Tuve que quedarme unos minutos allí parada, contemplando la escena, los niños que aún no habían bajado y oían el barullo por las ventanas salían de sus casas y corrían calle arriba a ver si aún podían apropiarse de algún tablón; los que ya estaban en el juego se chocaban, se daban golpes al caer, y se quemaban los pantalones contra la acera, pero no paraban de reírse.

En esto estábamos, ellos y yo, cuando una señora oriunda de lavapies (pero de lavapiés lavapiés, eh?, que solían enfatizar los oriundos, no te fueras a pensar que vinieron en patera) se quedó, como yo, atónita mirando la escena, poniéndose roja por momentos. Del cabreo.

Les tocaba en ese momento a dos niños, uno, negro tizón, tenía una pequeña deformación en una de las orejas y una cara de trasto que daba hasta miedo. El otro, blanquito y rubio, con tanta cara de bicho como el primero. Cuando se disponían a tirarse escaleras abajo, escucharon, como yo, que el murmullo creciente de improperios de la señora se volvía un mensaje comprensible y venía a decir algo así cómo "qué verguenza, y los que tenemos que bajar por la escalera, ¿qué?, ¿eh? ¿qué?"

El niño-tizón se rió y agarró la tabla con cara de velocidad. El angelito de Velázquez lo agarró del brazo - tiene razón- le dijo- hay que dejar pasar a la señora.
El primero puso cara de avergonzado, retiró la tabla y dejó pasar a la señora. Yo, que me los quería comer a los dos a besos, ya seguía mi camino, reconciliada con el género humano, y pensando en la ironía de los protectores de enchufes de las casas, cuando vi a la oriunda que paraba un momento en el segundo escalón, se acercaba al niño que sujetaba el tablón complaciente y le decía "verás que pierdes la otra oreja"

Entonces empujé a la señora que cayó rodando escaleras abajo, entre aplausos de los transeúntes.

El papel lo aguanta todo ¿no?

49. El mejor amigo del hombre

Dos chicos y una chica, orondos los tres. Llegan juntos, y se coloca cada uno en un mueble. El chico se va hacia atrás y echa un vistazo distraído sobre los libros de misterio; una de las chicas se sitúa en la última mesa de literatura española y comienza a toquetear los libros de Vila Matas y la otra se pone frente a mí y me sonrie. Por un momento parece un atraco.

- Hola, qué tal, era para preguntarte por un libro de Josep Thomas
- Ajá, Josep Tho ¿sabes usted cómo se escribe?¿con th?
- Sí, sí, con th ¿no?
- A ver... no, no hay resultados así
- Prueba con h en Jhosep
- ¿Después de la jota? no pega ¿no? a ver... no, tampoco
- O despues de la p
- No, no hay resultados... ¿Sabe usted el nombre del libro?
- Eh... sí... Eh.... Alberto, ¿cómo era? - la mujer miró a Alberto que tenía la cabeza enterrada entre las páginas de un libro de Stephen King y no le contestó, me miró a mí de nuevo- Era"- murmullo ininteligible- el mejor amigo del hombre"

Escribo en el ordenador "El perro el mejor amigo del hombre", aunque tengo mis dudas

- Ehhh, no hay ningún libro con ese nombre y con un autor parecido
- ¿No? pues... Alberto, ¿no era así? "-murmullo ininteligible- el mejor amigo del hombre"- Alberto asiente sin sacar la cabeza del libro de King, que podía haber estado al revés
- ¿Cómo?
- "El - murmullo otra vez- el mejor amigo del hombre"
- Perdona - sonrío- es que no te entiendo

La chica se ríe, y se acerca a mí, confidente

- El pene, el mejor amigo del hombre
- Ahhh, el pene, sí, así sí, es que es Josep Tomas, así sin hache ni nada- La chica se sonroja, y se ríe como una niña, mientras piensa que lo peor ya pasó -No lo tengo disponible, pero puedo hacer un pedido
-Ajá, un pedido... no sé, es que no somos de aquí...

Entra entonces en juego la segunda chica, la que manosea a Vila Matas, y se acerca un poco, aunque no demasiado, como si pasara por allí, dispuesta a salir corriendo en cualquier momento y jurar que no los conocía de nada, y dice:

- Lo puedes pedir, lo puedes pedir si quieres y yo lo vengo a buscar- eso, valiente ¿y te atreverás a pedirlo en el mostrador?

Ya se giran las dos y miran a Alberto, que es un enorme tomate con patas

- Alberto, ¿qué hacemos? ¿Lo pedimos?, Maruchi dice que ella lo viene a buscar - Y Maruchi mira a Alberto con cara de sí, yo me atrevo, que soy una mujer moderna del siglo XXI

Alberto saca la cabeza roja del libro que podía haber estado al revés, mira a su novia lastimoso y sube los hombros al compás - ¿Sí?- Alberto vuelve a subir los hombros
- Venga, lo pedimos
- Muy bien- y juro que no disfruté con esto- pues acérquense por favor al mostrador central, que es ahí dónde le tienen que hacer el pedido a mis compañeros.

martes, 2 de diciembre de 2008

48. Torturas

- A ver, relaja el cuello, así, uno, dos, tres.... ¡craaaack!
- ¡Agggh!
- ¡Ah! ¿Qué no sabías a lo que venías?

47- Sentido del humor

A eso de las 6 de la tarde de los sábados comienzas a ser un bien escaso, un animalillo útil y en peligro de extinción. Es entonces oyes cosas cómo "¡mira! ¡está ahí" o "¡no dejes que se vaya!" y empiezas a tener una cola de tres o cuatro personas que te siguen por toda la planta, a pesar de que ya les has explicado que deben esperar en la fila que se forma al pie del ordenador, que volverás a buscarles, en términos de "de verdad que vuelvo, lo prometo". Hay gente que no se fía y prefiere acompañarte a buscar El príncipe de Maquiavelo, y luego a Foster Wallace, que está por la W no por la F, y de vuelta al final a por El sí de las niñas. El séquito no es un problema, una se acostumbra, igual que se acostumbra también a no mirar el ordenador, la mayoría de las veces es una pérdida de tiempo, ¿de qué es el libro? ciencia ficción al final de la estantería, infantil al final de la planta, Bolaño aquí detrás lo tengo ¿no quiere llevarse también Los detectives salvajes? mire que 2666 para empezar igual es, qué se yo, un tanto... Pero a veces, el ordenador se vuelve una herramienta imprescindible, porque el cliente o clienta sólo ha traído el autor, o el nombre del libro, o incluso, el argumento.

- Se llama Las memorias de Korn
- Señora no tenemos nada con las memorias de korn en el título ¿korn con k?
- Sí, no sé... prueba con c
- Señora con c tampoco
- Ayyyy... es que me lo han recomendado tanto... Dicen que es muy divertido ¿sabe?
- Será de humor, entonces
- No no no, me dijeron que era de un autor de literatura de verdad
- Ajá, "literatura de verdad" vamos a ver... ¿Señora, sabe usted de qué va el libro?
- Sí, sí, sí, es la historia de un extraterrestre que viene a vivir a Barcelona

En una de estas, llevaba yo ya más de una hora corriendo de aquí para allá con mi séquito que corría tras de mí, intentando hacer las cosas lo más rápido posible, porque la fila del ordenador empezaba a convertirse en escandalosa, Mankell por la M señora, en extranjera, no Ray Loriga está en española, y sólo me queda Trífero, así que tampoco se esfuerce que está en una zona muy mala para agacharse.

Fue entonces que llegó un señor sonriente. Me gusta cuando me sonríen, y me dan las buenas tardes, en vez de hacerme la pregunta sin más como si yo fuera el Google. Después de ser amable conmigo me puso un papelito delante de la cara. Era una hojilla cuadriculada y de anillas y tenía unas anotaciones a lápiz, unas tres líneas. Sin pensar un momento, comencé a escribir en el buscador, en el campo "descripción" y entrecomillado, porque, claro, sería el título exacto, a la vez que repetía cada palabra según la escribía, por mantener el contacto con el cliente, más que nada:


"Mirar si ha salido en tapa blan.."

Miré al hombre y empecé a reir, a carcajadas. Él también rió, sólo un momento, casi por cortesía, y del resto de la fila, alguno rió sinceramente, otros me miraban acusadores, se habrá creído ésta que tenemos tiempo para reirnos. Yo no paraba, reía como se llora, sin consuelo, sin poder aplacar las carcajadas estruendosas, embarazosas casi.

Me habría tirado al suelo, a revolcarme de risa sobre la moqueta, si no fuera porque la cola me instigaba, y riéndome como estaba le busqué al señor su libro, que no había salido en tapa blanda, y entre carcajadas fui a buscar
El Príncipe de Maquiavelo, y Gomorra de bolsillo, y un libro que hable de Copérnico pero que no sea un rollo por favor, mientras me limpiaba las lágrimas de risa que me caían por las mejillas, con la única compañía de la señora que se llevaba bajo el brazo Sin noticias de Gurb y a la que se oía bajar por las escaleras muerta de risa, repitiendo a pleno grito:

- ¡Las memorias de Koooorn! ¡Jajajajajajajajaja!




lunes, 24 de noviembre de 2008

martes, 4 de noviembre de 2008

44. Mi mejor cliente o La culpa es de los padres

Un niño hace pruebas de spring: coge carrerilla desde la zona de infantil, en un extremo de la planta, y gana velocidad para frenarse justo en el estante de poesía de bolsillo, en el extremo opuesto. En su carrera se lleva por delante clientes incautos que buscaban libros entre las novedades de los mostradores del centro, y eso le gusta. Al poco ya no es suficiente, decide completar el ejercicio olímpico arrojando el dinonsaurio rojo que lleva en la mano desde el principio de las pruebas. Así que coge carrerilla y cuando alcanza la velocidad óptima lanza el pequeño dinosaurio, justo antes de estamparse, muerto de risa, en el estante de la poesía de bolsillo. El arma arrojadiza, de un plástico duro que podría confundirse con metal en una denuncia, sale disparado aleatoriamente, agrediendo estantes, libros y señores, al gusto. Los señores, y sobre todo las señoras, se indignan y miran hacia los lados, esperando que la madre de la criatura les oiga y, avergonzada, agarre del brazo al pequeño atila y salga del establecimiento, aprendiendo una lección sobre la educación de su prole.
La madre por fin llega, es una voz desde el otro lado del pasillo, el comienzo de la carrera, y avanza segura sobre sus tacones, cabeza alta, coge de la mano al monstruito y, divertida, se aleja con él, ante la mirada de indignación de la clientela.
El pequeño aún puede liberarse un instante de la mano de su madre, dar una última carrera hasta la escalera mecánica, regalándome un lanzamiento definitivo contra uno de los señores que barbarizaba.

Lo echo de menos.

43.Lapsus

- Perdona, ¿me puedes decir dónde puedo encontrar libros de Espido Lindo?
Es que por la L no la encuentro.

sábado, 1 de noviembre de 2008

42. La noche del terror

Son las 8.30, quizás las 9 de la noche. Se oye la ducha en el baño mientras yo veo morir a Don Vito Corleone. De pronto el timbre, y el saltito leve del cuerpo cuando se sorprende. No acierto siquiera a parar el DVD, me levanto y corro hacia la puerta, curiosa. A través de la mirilla las pequeñas cabecitas dan una imagen bastante cómica. Abro, y justo se les apaga la luz del pasillo.

¡Truco o trato!

Golpe maestro lo de la luz. Si llegan a decir suto o muete habría elegido muete.

- Un momento, un momento, voy a ver - y me doy la vuelta pensando que mi oferta de golosinas se resume a unas galletas dietéticas con frutas del bosque. Por supuesto, fue una ilusa si pensé que la marabunta iba a quedarse esperando en el quicio de la puerta a que yo volviera con el impuesto revolucionario. El cabecilla (uno con un traje de supermán) empujó la rendijita y los siete enanos y enanas se colaron en mi casa, con sus trajes, sus capas y sus bolsas de caramelos, y fueron directos a la atracción principal.

- ¡Mira!¡Un gato negro!

No, es un pitbull, lo que pasa es que está disfrazado de Haloween. A la pobre le habría venido bien, ser un pitbull, digo. Ella, que no tiene mucha simpatía por los niños, todo hay que decirlo, cuando vio a los 7 fantásticos, con sus trajes de princesas, vampiros o superhéroes, abalanzarse sobre su cuerpecito peludo, se convirtió en la pantera rosa recién centrifugada

- No, no, no la toquen, es una gata mala - o una serpiente venenosa, o el anticristo, o un jarrón chino.

Pero eran valientes, y yo que ya los veía irse con una r escarlata en la cara, saqué la caja de bombones artesanales que me trajo una amiga de chile, y decidí sacrificarlos por la causa - hay que ver lo que se agudiza el ingenio en los momentos desesperados.

- A ver. Uno por aquí, otro por aquí...

Todos los renacuajos abrían sus bolsitas de caramelos, um, qué rico, bombones, yo me lo como ahora, dijo uno que ya no sé sabía de qué color tenía pintada la cara... y las manos.

Sólo uno, con la bolsa pegada a su cuerpo, extendía la mano que tenía libre y en la que atesoraba tres o cuatro monedas, mirándome fijamente. No pude más que reir mientras le pedía que abriera la bolsa para darle el bombón (el bombón artesanal que repartía a las visitas en las grandes ocasiones, como la presley, y que se había convertido momentáneamente en el rescate a pagar por mi gata-esponja) y él lo hacía, cerrando cuidadosamente la mano para que no se cayeran las monedas. Claro, la crisis.

Volví al sillón. Ya Don Vito estaba en el suelo y su nieto corría por el jardín.
Rua vino a refugiarse bajo los cojines. Oí el timbre del vecino, y lo sentí levantarse y caminar hasta la puerta. Casi pude cantar a coro.

¡Suto o muete!

jueves, 30 de octubre de 2008

41. El lujo de Xoel López



Fotos de Beatriz Basanta



"Deluxe, sí hombre, el cantautor ese popero gafipasti"

Efectivamente, Xoel López no deja de ser un cantautor, popero y gafipasti.
A mí me gusta, pero claro, a mí me gustan los cantautores y los poperos y los gafipastis ( no todos, claro) pero no es tan raro, al fin y al cabo, que me guste. Eso no lo hace diferente.

Me gusta por sus letras, sobre todo. Me gusta por la manera en la que sus canciones se cuelan en mis oidos, y en mi cabeza, casi sin querer. Me gusta su voz, y su pose. Me gusta la fotografía de Beatriz Basanta, que ayuda a que comprarse Fin de un viaje infinito, tener su libreto en las manos, sea una buena inversión, en los tiempos que corren.

Por eso ayer yo iba ya convencida.

Lo raro es que lo que vi sobre el escenario no fue lo que esperaba. Me encontré con un músico impecable que, acompañado por una buena banda ("la mejor del universo"), sabía interpretarse y reinterpretarse, con la personalidad suficiente para ser un personaje y conquistar al público, y el sentimiento suficiente para que no fuera impostado.

Y aún más. Es difícil explicar la energía que irradiaban. Él, una marioneta colgada por la nuca de un trozo de tanza, las piernas y los brazos que se movían eléctricos a merced de la guitarra, y aún así cada golpe de luz daba la foto, el salto, la pose necesaria. Un profesional.
La banda, completamente incorporada en los temas, y nosotros, saltando, aplaudiendo, con el cuerpo que se nos quedaba chico.

Un espectáculo.

Hay quien diga que exagero. Seguro. Pero es que fue uno de esos conciertos en los que el grupo toca para ti, en los que te devuelven la fe en canciones olvidadas, en los que consiguen que te gusten aquellas que nunca te convencieron. Fue uno de esos conciertos que constituyen una parte fundamental de la vida del grupo, y no una imposición de la discográfica.
Entiéndase entonces que, en plena resaca, mi objetividad esté algo afectada.

En cualquier caso, este no era un concierto más.
Resulta que Deluxe se acaba. Xoel ha decidido cambiar de proyecto y de vida, reinventarse como músico, darle más cancha a su faceta de autor. (Nos enteramos ayer por El País)
Reinventarse es siempre un lujo, y él lo hace porque puede, porque Deluxe es ya un proyecto sólido, redondo, que vale la pena.

Tal vez por eso, anoche lo dieron todo, sin ser del todo un adiós.
Como va a serlo, con un nuevo disco, de caras b, sí, pero con ese título, y ese single.

Reconstrucción




A mí sólo me queda agradecerlerle a Tone que me lo regalara hace tanto tiempo, y de paso que siempre se empeñe en hacerme creer en la música.
Eso, y comprarme el nuevo disco, el último... o el primero.


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